A lo largo de la historia, las mujeres han participado en numerosos conflictos de naturaleza diversa adoptando roles diferentes, más o menos activos. En el caso de España, su impronta –en varios ámbitos y a veces opuestos– es innegable en el siglo XX: propuestas políticas progresistas durante la Segunda República, participación en la guerra civil, creación de la organización Mujeres Libres, y de la publicación homónima, ideario nacionalcatólico de la Sección Femenina, terrorismo de ETA… Este activismo puntual y bien delimitado en la historia ha sido objeto de numerosas obras literarias, teatrales y cinematográficas que las representan ora como actante y verdugo, ora como víctima pasiva. Sin embargo, la lucha diaria de las mujeres –que va desde la lucha por la igualdad efectiva con el hombre, todavía en curso, hasta la lucha por la supervivencia– ha tardado años en hacerse un hueco en la creación artística. Tal ausencia se debe posiblemente a que este problema ni siquiera se contemplaba en las agendas políticas, y es bien sabido que aquello que no se nombra no existe.
La palabra “feminicidio” fue pronunciada en público por primera vez en 1976 por Diana Russell1. Su acuñación en los años ochenta –aunque no sería incorporado en el Diccionario de la Real Academia Española hasta 2014, 2015 en el caso de Le Petit Robert– permitió terminar con la naturalización histórica de la violencia contra las mujeres, o con la idea de que esta violencia solamente se ejercía en períodos de guerra. Dicho de otro modo, por fin se aceptó la idea de que el maltrato y los asesinatos de mujeres ni eran algo normal y legítimo, ni existían solamente durante los conflictos armados, a pesar de que en estos contextos la violencia contra la mujer aumente exponencialmente y sirva de estrategia bélica. La primera definición de este fenómeno vino en 1992 de la mano de Diana Russell y Jill Radford:
[e]l feminicidio es el extremo de un continuo de terror antifemenino que incluye una gran cantidad de formas de abuso verbal y físico como violación, tortura, esclavitud sexual (particularmente en la prostitución), incesto y abuso sexual infantil intrafamiliar, maltrato físico y emocional, hostigamiento sexual (por teléfono, en las calles, en la oficina y en el salón de clases), mutilación genital (clitoridectomía, escisión, infibulación), operaciones ginecológicas innecesarias (histerectomías gratuitas), heterosexualidad forzada (mediante la criminalización de los anticonceptivos y el aborto), psicocirugía, negación de alimentos a las mujeres en algunas culturas, cirugía cosmética y otras mutilaciones en nombre de la belleza. Siempre que estas formas de terrorismo resulten en la muerte son feminicidios2.
La calificación de estos crímenes como terrorismo remite no solo al terror infligido a las mujeres sino también a la responsabilidad del Estado en la lucha contra los mismos, que son consecuencia directa de una cultura patriarcal. Esta lectura ideológica es la que defiende Marcela Lagarde, para quien todas esas prácticas crueles –que ella define como “crímenes de odio contra las mujeres”3– provienen de una concepción de las mujeres como “usables, prescindibles, maltratables y desechables”4.
Esta imagen es precisamente la que denuncia la artista catalana Agnés Mateus (1967) en su segundo espectáculo Rebota, rebota y en tu cara explota, estrenado en Terrassa durante el Festival TNT el 30 de setiembre de 2017 y que consiguió el premio de la Crítica al Mejor espectáculo de nuevas tendencias de 2017, entre otros galardones. La artista es la responsable del aparato escénico, mientras que la creación plástica y visual corre a cargo de Quim Tarrida. A pesar de su calidad estética y su compromiso político, su trabajo aún no ha sido objeto de ninguna publicación académica. Así, la mayoría de fuentes que hemos podido consultar para completar el presente artículo son artículos de prensa o reseñas de internet. La ausencia de investigación al respecto representa un escollo suplementario a la complicada tarea de analizar un espectáculo vivo y, por lo tanto, efímero.
Pretendemos diseccionar esta obra, que pudimos ver el 30 de noviembre de 2018 en el teatro La Rose des Vents (Villeneuve d’Ascq, Francia), analizando, en primer lugar, el contexto cultural en el que se inscribe y los diferentes estereotipos que promociona. A partir de un recorrido pedagógico por los cuentos infantiles, la artista reflexiona acerca del origen de muchos automatismos e ideas asumidos por los ciudadanos. Asimismo, nos proponemos explorar las herramientas de disidencia, es decir los mecanismos escénicos utilizados para criticar y subvertir, al menos ficcionalmente, el orden falocrático presente en la vida cotidiana de todas y cada una de las mujeres. Así, expondremos cómo rompe Agnés Mateus la cuarta pared para que su obra afecte directamente al espectador, que experimenta todo tipo de emociones al contemplar directamente los abusos de poder y la violencia que sufren cotidianamente las mujeres.
Veremos pues cómo la artista catalana va creando un discurso escénico particular desbordante de energía y de espíritu crítico. Después de su primer espectáculo Hostiando a M (2014) –creado también en colaboración con Quim Tarrida y que pone en evidencia su rechazo social a todo tipo de violencia, en especial la policial– Rebota, rebota y en tu cara explota se inscribe dentro de un teatro de denuncia social que parte del presente, de la vida real, para abordar cuestiones incómodas y viscerales. Su objetivo es claro y directo: denunciar la pasividad de la sociedad ante los abusos del patriarcado y de la sociedad falocrática. A través de siete secuencias –el baile enmascarado, la princesa de los cuentos de hadas, la polla como cerebro, el taller a ritmo de reguetón, la cabeza bajo tierra, la lista de víctimas de feminicidio en España y de nuevo el baile enmascarado; sin olvidar las escenas audiovisuales videoproyectadas–, intenta conseguir que el espectador se vuelva un aliado de la lucha contra los feminicidios, leitmotiv que sirve de hilo conductor a lo largo del espectáculo.
El sexismo, una actitud cultural
Las producciones culturales contribuyen claramente a la cosificación de la mujer, que se convierte en un mero objeto de deseo consumible. En la mayoría de las películas o series, por ejemplo, la acción siempre es asumida por el hombre, mientras que la mujer queda relegada a una presencia pasiva5 que se corresponde con lo que Pierre Bourdieu definía como “violencia simbólica”:
[l]a violence symbolique est cette coercition qui ne s’institue que par l’intermédiaire de l’adhésion que le dominé ne peut manquer d’accorder au dominant (donc à la domination) lorsqu’il ne dispose, pour le penser et pour se penser ou, mieux, pour penser sa relation avec lui, que d’instruments de connaissance qu’il a avec lui et qui, n’étant que la forme incorporée de la structure de la relation de domination, font apparaître cette relation comme naturelle6.
La expresión de la dominación masculina en las culturas contemporáneas es, según Bourdieu, el ejemplo paradigmático de esta violencia simbólica:
J’ai toujours vu dans la domination masculine, et la manière dont elle est imposée et subie, l’exemple par excellence de cette soumission paradoxale, effet de ce que j’appelle la violence symbolique, violence douce, insensible, invisible pour ses victimes mêmes, qui s’exerce pour l’essentiel par les voies purement symboliques de la communication et de la connaissance ou, plus précisément, de la méconnaissance, de la reconnaissance ou, à la limite, du sentiment7.
Dicha violencia es, pues, sutil e invisible, pero omnipresente: publicidad, chistes misóginos, machismo ordinario, desprecio, chantaje emocional, humillaciones, techo de cristal, … Si bien estas prácticas pueden ser objeto de estadística, no son tan visibles como los insultos, los golpes, las violaciones o los asesinatos.
La obra de Agnés Mateus hace hincapié en el hecho de que la literatura, la música, el cine, la televisión e internet son la base de la educación sentimental actual y contribuyen a reproducir esta violencia. Tradicionalmente, la mayoría de las creaciones vehiculan un mensaje sexista mediante el cual la mujer queda reducida a un objeto cuyos deseos se ignoran o son fuente de la harmatia; es decir, propician el error trágico y son culpables del sufrimiento propio y ajeno. La secuencia metateatral en la que la creadora se disfraza de princesa, con vestido y peluca blancos que funcionan como vectores-acumuladores8 –nobleza, boda, virginidad– sirve para criticar mordazmente la ideología transmitida por los cuentos de hadas, principalmente a través de las películas de Disney: un canon de belleza bien definido, un hombre que viene a liberar a la princesa y un final feliz con campanas de boda. Los cuentos de hadas alimentan un ideal de feminidad que abarca tanto el aspecto físico que todas las mujeres debemos tener como nuestras metas vitales – casarse, quedarse en casa y cuidar de la familia. Susan Brownmiller nos alerta precisamente sobre el peso, y el peligro, de la perpetuación de este modelo gracias a los cuentos de hadas:
Who can imagine a fairy princess with hair that is anything but long and blonde, with eyes that are anything but blue, in clothes that are anything but a filmy drape of gossamer and gauze? The fairy princess remains one of the most powerful symbols of femininity the Western world has ever devised9.
Toda esta magia es representada irónicamente con la purpurina que va cayendo sobre la actriz al ritmo que su ayudante en escena –un hombre que lleva una máscara de payaso diabólico– impone, a la vez que Agnés Mateus narra la historia de Blancanieves, Cenicienta y la Bella Durmiente, comentando los aspectos más sórdidos de las mismas. Esta lluvia dorada esconde pues los sufrimientos de las princesas; pensemos en el ejemplo de La Bella Durmiente10, violada mientras está en coma. Igualmente, en Cenicienta o en Blancanieves apreciamos que las mujeres quedan relegadas al ámbito doméstico y que se les quiere imponer un modelo de feminidad. Dicho de otro modo, estos cuentos reproducen y propagan el concepto del ángel del hogar, consolidado por el ideario de la burguesía liberal de mediados y finales del siglo XIX11. Se convierten así en una manera de domesticar a las mujeres que optan por otros modelos de vida, es decir, principalmente a mujeres trabajadoras e independientes. Silvia Federici da cuenta de este deseo, por parte de la clase burguesa, de reducir a la mujer obrera al espacio de la casa:
Indisciplinées, indifférentes au travail ménager, à la famille et à la morale, déterminées à prendre du bon temps dans les quelques heures où elles n’avaient pas à travailler, prêtes à quitter le foyer pour la rue, le bar, où elles buvaient et fumaient comme des hommes, étrangères à leurs enfants, les ouvrières mariées ou célibataires étaient, dans l’imagination bourgeoise, une menace pour la production d’une main-d’œuvre solide et elles devaient être domestiquées. C’est dans ce contexte que la « domestication » de la famille prolétaire et la création de la ménagère prolétaire à temps plein sont devenues une politique publique […]12.
Blancanieves es un claro ejemplo de la figura de ama de casa a tiempo completo, al servicio de siete hombres, mientras que Cenicienta es la criada de tres mujeres. En el caso de esta última, es evidente que el príncipe nunca se habría fijado en ella si estuviera vestida con harapos, lo que incide en la importancia del físico. Las versiones de Walt Disney son sin duda maniqueas: asocian, por un lado, la belleza a la bondad de las princesas, y por otro lado, la fealdad a la crueldad de las hermanastras de Cenicienta o de la bruja de Blancanieves. Estos, y otros valores13 que no tienen cabida en el presente trabajo, son los que Agnés Mateus denuncia como base de las actitudes machistas de nuestra sociedad. La sumisión de la mujer y la superioridad del hombre son un leitmotiv en los cuentos de hadas que los niños ven, leen u oyen desde su más tierna infancia, lo que tiene un impacto directo en su desarrollo como personas puesto que “la forma y la estructura de los cuentos de hadas sugieren al niño imágenes que le servirán para estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida” 14.
Agnés Mateus pretende acabar tanto con el prototipo de feminidad vehiculado por las princesas como con el concepto de virilidad promovido. En su lugar, propone rehabilitar la memoria de las mujeres invisibilizadas por el patriarcado, que a pesar de haber protagonizado grandes hitos en la historia, han sido olvidadas o solo se conocen por el apellido de su marido, cuando no es este el que se lleva todo el mérito: Lisa Meitner, María Lejárraga, Ida Tacke, Margot Moles, Rosalind Franklin, Esther Lederberg, etc. No sin humor, grita un “¡Frida, deja sitio a otras, coño!” que denuncia la adoración hacia la pintora mexicana, convertida para muchas en icono feminista y, dicho sea de paso, objeto capitalista, pese a las humillaciones que sufrió y aceptó en su relación con Diego Rivera. Cabe recordar que la imagen de Frida Kahlo aparece hoy en miles de productos como material escolar, muñecas, ropa, maquillaje o incluso una cafetera Nescafé Dolce Gusto. En 2005, se creó la empresa estadounidense Frida Kahlo Corporation, que adquirió los derechos de imagen de la pintora y colabora con multinacionales como Zara15, Gap y Converse.
Un canal privilegiado del mensaje sexista es la música, como denuncia una escena que representa un taller mientras suena la canción Gasolina de Daddy Yankee, cuya letra aparece proyectada en la pantalla, tanto en castellano como en los idiomas correspondientes a su gira europea, para que el espectador reflexione sobre su sentido. Mientras tanto, la artista, con una máscara de payaso cuyo valor analizaremos al evocar las estrategias escénicas, afila cuchillos adoptando una actitud viril que nos hace reflexionar sobre los prejuicios ligados al mundo profesional: los niños serán mecánicos; las niñas, peluqueras. Esta misma secuencia, a ritmo de chispas y reguetón, sirve para criticar las letras sexistas de muchas canciones actuales, que suenan sin parar por la radio, cantadas inconscientemente y sin ninguna reflexión por parte de los numerosos jóvenes que no se paran a pensar en el mensaje de las canciones. Un canto a los abusos, cuando no a las violaciones, que nadie se encarga de censurar, a diferencia de la canción comprometida de los cantautores autogestionados16. Un ejemplo más de la relación entre el interés económico, fruto del capitalismo imperante de nuestra sociedad, y la concepción de mujer como mercancía, lo que banaliza ciertas actitudes completamente denigrantes y repulsivas hacia las mujeres. Este hecho demuestra hasta qué punto la producción cultural perpetúa el sexismo, que va desde los pequeños actos micromachistas (servir la cerveza al hombre y el café a la mujer, abrir la puerta a las mujeres o criticar el permiso de paternidad) hasta la violencia psicológica y física.
La permisividad de las autoridades hacia estas producciones culturales misóginas se inscribe en una lógica capitalista por varios motivos. Primero, porque esta cultura centrada en la imagen genera necesidades de consumo –maquillaje, ropa, peluquería, ...– omnipresentes en la llamada “prensa femenina” que favorecen al mercado. Segundo, porque asigna a la mujer una función reproductora cuyo fin es traer al mundo más mano de obra y perdurar así el sistema de explotación que se beneficia de la clase obrera. Como señala acertadamente Silvia Federici en El capitalismo patriarcal, el capital necesita a la familia nuclear, lo que pasa por la subordinación de la mujer al marido: “la necesidad de tener una mano de obra más estable y disciplinada forzó al capital a organizar la familia nuclear como base para la reproducción de la fuerza de trabajo” 17. Al limitar el trabajo de las mujeres en las fábricas y excluirlas en gran medida gracias a la producción en cadena, se decidió aumentar el salario del marido para que este pudiera mantener a toda la familia, lo que no hacía sino agrandar las desigualdades18. Además, Silvia Federici también denuncia que la gestión de ese salario condujo a un aumento de la violencia física contra las mujeres19.
El consumismo de productos del sector de la moda y la belleza, que reifican aún más a la mujer, oculta otro abuso: unas mujeres son explotadas en fábricas para producir ropa o maquillaje que servirán para convertir a otras mujeres en mera mercancía y objeto sexual. El consumo excesivo al que se incita a las mujeres conlleva además un ecocidio, como señalan las teorías ecofeministas que explicitan la relación entre la colonización y la posterior explotación de la tierra y del cuerpo de las mujeres20. Las imágenes proyectadas en varios momentos del espectáculo Rebota, rebota y en tu cara explota, en donde podemos observar cadáveres de mujeres y basureros, insisten en esta doble explotación.
La reificación de las mujeres en el contexto español contemporáneo aparece en una referencia a la monarquía española, por mucho que, por primera vez en la historia, exista una Princesa de Asturias. Así, en un fugaz momento del espectáculo, podemos leer “Felipe VI nace, Letizia se opera” en la pantalla. A Felipe VI le basta nacer para reinar y para ser halagado21, mientras que su mujer se opera constantemente para estar a la altura de lo que la sociedad machista espera de una reina, lo que demuestra la presión ejercida por los cánones de belleza y juventud. Este privilegio masculino es sintomático de un sistema de valores que sitúa la apariencia estética por encima de todo. Letizia, reducida al estatus de mujer florero exhibida por su marido y reducida a esposa de, pierde su identidad o, mejor dicho, la obtiene por fin gracias a la cirugía, al contrario de su marido, que es quien es desde su nacimiento. Por si esto fuera poco, se convierte en la mala de la historia por sus orígenes plebeyos y su obsesión por el físico, alimentando los celos y las críticas de muchas mujeres.
La omnipresencia de esta cuestión en la prensa –el aspecto físico de las mujeres, ya sean reinas, políticas o artistas–, unida a la visión femenina que nos imponen los movimientos de la cámara y los planos del cine o la publicidad, perpetúan la mirada masculina (male gaze) que cosifica a la mujer, presentándola como objeto y no como sujeto a los ojos de un espectador masculinizado, sea cual sea su sexo. Este concepto fue teorizado por Laura Mulvey en su artículo “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, publicado en 1975 en la revista Screen, en la que abordaba el placer de la contemplación del otro en el cine, antes de centrarse en la oposición entre el hombre activo y la mujer pasiva subrayado por la alternancia de planos picado/contrapicado, o los travelling que muestran en detalle el cuerpo femenino:
In a world ordered by sexual imbalance, pleasure in looking has been split between active/male and passive/female. The determining male gaze projects its phantasy on to the female figure which is styled accordingly. In their traditional exhibitionist role women are simultaneously looked at and displayed, with their appearance coded for strong visual and erotic impact so that they can be said to connote to-be-looked-at-ness. Woman displayed as sexual object is the leit-motif of erotic spectacle […]22.
Escenificación de la falocracia
La escenografía del principio es sencilla, con una alfombra blanca –y no roja, no hay nada que celebrar–, que podría situarnos en las pasarelas de moda donde las mujeres se exhiben como productos de consumo. Una música frenética marca el inicio de la función: Agnés Mateus sale a escena a bailar, su rostro oculto bajo una máscara de payaso malvado, con una coreografía entre obscena y paródica
–tocándose a menudo los genitales con las piernas excesivamente separadas– que evoca las pulsiones más animales del hombre. La gestualidad23 de esta secuencia representa a hombres viriles e incluso a Hitler, con dos dedos en el lugar del bigote y brazo en alto, lo que provoca la primera risa del público. De este modo, y por silogismo, la sociedad falocrática se equipara al régimen fascista, responsable de crímenes contra la humanidad. Pero existe una diferencia: el genocidio judío es reconocido internacionalmente, no así el feminicidio. La máscara grotesca recupera el poder histórico del clown, quien según Darío Fo
a perdu son antique pouvoir de provocation, son engagement moral et politique. En d'autres temps, le clown a su exprimer la satire de la violence et de la cruauté, la condamnation de l'hypocrisie et de l'injustice. Il y a seulement quelques siècles, il était une catapulte obscène, diabolique24.
En este sentido, Agnés Mateus afirma que “[e]l sarcasmo nos permite decir cosas que en otras circunstancias no diríamos, como hacían los bufones en la corte”25.
La idea de máscara está latente a lo largo del espectáculo, como nos lo recordará ese mismo baile al final, dotando de circularidad al mismo. Máscara como objeto, pero también disfraz lingüístico, eufemismo: “[l]as mujeres no “perdemos” la vida, a las mujeres nos asesinan. Vamos a empezar a llamar a las cosas por su nombre”26. Por un lado, la máscara de payaso evoca la amenaza y el miedo, pensemos en el significado que el objeto ha adquirido con el cine de terror o con la novela It de Stephen King, o a la fobia irracional a los payasos que sienten algunos niños. En este caso, la forma de la máscara se asemeja a la cabeza de un lobo, puesto que la boca está permanentemente abierta y representa una risa congelada que muestra unos dientes grandes y amarillos y un mentón afilado y deforme que oculta completamente la piel de la actriz. La amenaza aparece pues de nuevo con la referencia al lobo feroz y sus instintos asesinos, lo que evoca el cuento de Caperucita Roja. Por otro lado, el hecho de ocultar la realidad remite a las manipulaciones retóricas que buscan negar lo evidente, en este caso el hecho de que los feminicidios existen. Encontramos varios ejemplos en la prensa, cuando leemos titulares que rezan “una mujer ha muerto” en lugar de “una mujer ha sido asesinada”. Aquello que no se nombra es como si no existiera, y por lo tanto no puede cambiarse. La máscara simboliza pues la invisibilización de este tipo de terrorismo –la violencia contra las mujeres no deja de ser una manera de infundir terror como forma de dominación–, que sigue así perpetuándose sin que nadie repare en él27.
Estas palabras de presentación del espectáculo son toda una declaración de intenciones y anticipan la crudeza del lenguaje utilizado. El ejemplo más claro, tanto por su carácter visual como por la violencia de las palabras utilizadas, es la escena con la canción del alfabeto, por llamarla de algún modo. Agnés recita una serie de insultos y expresiones peyorativas empleadas a diario para hacer referencia a las mujeres: frígida, golfa, verdulera, ordinaria, niñata, muerta, fea, loca, furcia, cerda, fofa, sosa, tonta, histérica, chocho, plana, mona, perra, ramera, rubia, boba, estrecha, cardo, sucia, amorfa, lerda, zorra, guarra, chupona, puerca, aborto, amargada, bicha, bollera, bastarda, bigotuda, bruja, camionera, cacatúa, caracaballo, challada, coneja, cochina, cotilla, cotorra, culebra, desquiciada, desgraciada, fracasada, follonera, feto malayo, foca, fulana, gordita, gordinflona, guarrindonga, histérica, inadaptada, lagarta, lesbianorra, malhecha, malfollada, marimacho, marimandona, mujerzuela, mujer fácil, neurótica, potranca, perra, reprimida, restregona, rencorosa, soberbia, solterona, tabla, tarada, tragalefas, tetona, tetuda, tiarraco, tía buena, tiarrona, tonta, urraca, verdulera, vaca víbora, menopáusica, zorra,…
La velocidad y energía creciente, junto con la proyección de fondo de todas estas palabras en mayúsculas, subrayan, por un lado, la violencia de dichos comentarios y, por otro, la rabia de la artista. La acumulación, así como la vulgaridad de algunas de estas palabras, provocan la risa del público, lo que demuestra la banalización de tales prácticas en la sociedad. Ahora bien, al igual que en ciertos espectáculos de clown, la risa no es el objetivo primero, sino que esta se vuelve contra el espectador: es una risa amarga, repulsiva, que nos hace conscientes de su indecencia. De hecho, Agnés Mateus afirma que “no es una obra divertida, pero uno se puede reír y abrimos canales a las emociones”28. La ironía, el cinismo y el humor cáustico son herramientas recurrentes en este espectáculo, pero siempre con un objetivo de crítica social. En cambio, la presencia de chistes, comúnmente asociados al humor, no son en ningún momento motivo de risa. Agnés Mateus recita algunos chistes machistas bastante conocidos para criticar la idea subyacente, que no es otra que la inferioridad de la mujer, como por ejemplo, “¿Qué son dos neuronas en el cerebro de una mujer? Okupas” o “¿Cómo puedes aumentar la libertad de la mujer? Agrandándole la cocina”.
El poder falocrático aparece también a través de una máscara de pene, símbolo universal de virilidad, que la artista se enfunda en la cabeza. Dos lecturas son posibles: por un lado, los hombres gobiernan por su naturaleza de hombres; por otro lado, los impulsos sexuales rigen la vida, sustituyéndose a la reflexión. Agnés Mateus no se corta a la hora de señalar con el dedo directamente a algunos de los hombres con más poder en el Estado español. Por ejemplo, nombra directamente al exdirector del Teatro Lliure de Barcelona, Lluís Pasqual, que dimitió en 2018 tras ser acusado de despotismo y de misoginia por varias actrices. También se mofa de los políticos del Partido Popular al descifrar las siglas PP como Pollas Pensantes.
En la secuencia ya citada en la que se hace alusión a las mujeres olvidadas de la historia, el desfile en la pantalla de imágenes de estas figuras se interrumpe bruscamente: la verborrea lingüística de Agnés Mateus y las luces dejan paso a las mujeres objeto, anónimas, sin vida que se proyectan al fondo del escenario mientras suena música de Vivaldi. Se inician entonces pausas poéticas e íntimas conseguidas mediante la proyección de planos grabados, concebidos expresamente para este espectáculo, que representan a mujeres inertes, que fueron violadas y asesinadas, tiradas como basura en lugares siniestros y vertederos. La focalización de la cámara acentúa la dureza de estas escenas: si en las primeras escenas el paisaje ocupa la mayor parte de la pantalla, a medida que avanza el espectáculo se nos muestran los cuerpos con más detalle. Dichos momentos remiten a la noción de abyección teorizada por Julia Kristeva en su obra Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l'abjection, a esa crisis de identidad que proviene de la tensión entre sujeto y objeto, entre repugnancia y fascinación:
Il y a, dans l’abjection, une de ces violentes et obscures révoltes de l’être contre ce qui le menace et qui lui paraît venir d’un dehors ou d’un dedans exorbitant, jeté à côté du possible, du tolérable, du pensable. C’est là, tout près mais inassimilable. Ça sollicite, inquiète, fascine le désir qui pourtant ne se laisse pas séduire. Apeuré, il se détourne. Ecœuré, il rejette. Un absolu le protège de l’opprobre, il en est fier, il y tient. Mais en même temps, quand même, cet élan, ce spasme, ce saut, est attiré vers un ailleurs aussi tentant que condamné. Inlassablement, comme un boomerang indomptable, un pôle d’appel et de répulsion met celui qui en est habité littéralement hors de lui29.
Así, el cadáver aparece como elemento abyecto, que nos hace sentir mal y genera rechazo, pero que a la vez hipnotiza, como lo demuestra su prolífica presencia en el arte. La repulsa física se une a la moral, pero el objetivo no es dar lecciones, sino simplemente suscitar emociones e interrogantes. Las secuencias frenéticas alternan con la desesperanza de los actos más viles del ser humano, sin llegar al carácter trágico y violento de In Yer Face Drama30. La proyección de paisajes decadentes, por ejemplo, edificios abandonados donde la vegetación salvaje empieza a proliferar o almacenes vacíos de frías paredes blancas, transmite una especie de fatalismo melancólico. El espectador explora lentamente estas ruinas que le ofrece la cámara hasta intuir en cada fragmento el cadáver de una mujer.
Ahora bien, la pantalla funciona en cierto modo como escudo al protegernos de la violencia de esas escenas. El público no puede intervenir por lo que la identificación es menor: la única manera de sacudirlo es pues encarnar el sufrimiento. Eso es precisamente lo que hace Agnés Mateus en varias ocasiones: a veces poéticamente, cantando desde el suelo, y otras arriesgando su salud física. Es el caso principalmente de una escena en la que la artista, de pie contra una tabla de madera, espera a que un hombre le lance varios cuchillos. Otra escena límite es el entierro progresivo de la cabeza de la artista en una carretilla llena de tierra. El espectador se enfrenta de nuevo a lo abyecto, pero su atención es intencionadamente desviada hacia la pantalla, de nuevo convertida en dispositivo de co-enunciación. En efecto, la luz tenue del escenario contrasta con la inmensa imagen sobre fondo blanco de varios adolescentes que participan de un absurdo concurso de velocidad montando y desmontando esculturas con cubos de plástico. En vez de observar el sufrimiento que vehicula la escena de la cabeza enterrada en tierra, el público prefiere distraerse con trivialidades, metáfora de la indiferencia social hacia la violencia sexista.
Ante esta escena que molesta y revuelve las vísceras, el espectador prefiere mirar hacia otro lado, concretamente a la pantalla en la que se proyecta un concurso de televisión que hipnotiza al público. El espacio escénico blanco del principio del espectáculo está ahora manchado y cubierto de tierra. Esta suciedad simboliza el cuerpo mancillado y profanado, así como la falta de valores y la realidad que se esconde en muchos hogares: la normalidad e incluso aparente felicidad que algunas parejas muestran en sociedad se convierten en un infierno una vez llegados a casa.
Demolición de la cuarta pared
Después de la escenificación del poder falocrático y de la violencia sexista, Agnés Mateus se propone desplazar el cursor de lo narrativo a lo comunicativo: no basta con mostrar los abusos del heteropatriarcado, sino que hay que hacer reaccionar al espectador. La artista quiere mostrar su resistencia ante el problema social del sexismo y demostrar su compromiso político, y para ello opta por romper con la cuarta pared, indispensable para la toma de conciencia del público. Por ejemplo, durante una escena cómica, un colaborador de la artista aparece sentado en mitad del público llevando la máscara de payaso, lo que desconcierta al espectador y al mismo tiempo rompe físicamente la distancia entre la sala y el escenario. También puede interpretarse como una ampliación de este último: al incluir al público en la obra, este se convierte en sujeto activo. Este hecho adquiere un valor suplementario en este caso, puesto que todos y todas contribuimos en mayor o menor medida a la perpetuación, a veces inconsciente, del machismo.
Otro recurso, más tradicional, para establecer un puente con el público es la apelación directa, el tuteo o el uso de la primera persona del plural a la hora de contar anécdotas que cualquier espectador(a) puede haber vivido. Igualmente, el humor, bajo diversas formas que van desde la ironía hasta el sarcasmo, es una de las herramientas que más le llaman la atención al público. Aparece ya en el cartel del espectáculo, donde vemos un primer plano de la cara de Agnés Mateus con dos huevos crudos explotados y chorreando por su rostro. Si esta imagen puede hacer reír, los huevos rotos son una metáfora de la verdad velada que, de repente, sale a la luz y nos salpica. Esta comicidad contrasta con la seriedad del mensaje que se quiere transmitir, lo que puede sorprender a quien no haya leído el programa de mano. Además, en la escena citada de la canción del alfabeto, los insultos dirigidos a las mujeres se enuncian en voz alta y a gran velocidad, lo que suscita risa. Esta reapropiación del insulto sirve para quitarle toda legitimidad a quien lo profiere contra las mujeres.
Por último, Agnés Mateus no deja en ningún momento que la ilusión se apodere del espectador. En este sentido, cabe subrayar el recurso a la intermedialidad –la presencia de varios lenguajes como la fotografía, la música o el teatro, de manera sincrónica–, que propone varios estímulos a los que el público debe estar atento. Esta sobreexposición mediática le sirve además para criticar el hecho de que siempre estemos ocupados, casi embrutecidos por la cantidad de publicidad o de vídeos absurdos, y esquivemos así los verdaderos problemas.
También destaca la crudeza de su lenguaje, tanto por la acumulación de propósitos violentos como por la amargura de las creaciones plásticas videoproyectadas, que prolongan el escenario y que integran a la actriz en el paisaje. Así, en un momento de la obra, su propio cuerpo aparece tendido en el suelo, inerte, sobre la alfombra blanca que se convierte en carretera aislada, uno de esos no-lugares donde tantos cadáveres de mujeres aparecen tirados cual basura. El cuerpo adquiere así una doble función: mediador y material autorreferencial. Por un lado, por ejemplo, en las escenas donde la actriz se disfraza de princesa, es un mediador, un soporte para la representación de otra realidad, de acuerdo con la concepción dramática tradicional. Por otro lado, y recurriendo a una tendencia propia del teatro postdramático31, se convierte en material autorreferencial, que ya no es reflejo ni doble de otra entidad, sino realidad en sí misma. Este paradigma domina en las escenas en las que Agnés Mateus pone a prueba su integridad física –frente a los cuchillos de su colaborador o cuando entierra su cabeza en la carretilla–. Es precisamente en este segundo caso cuando más contribuye a la abolición de la cuarta pared.
La suciedad y el caos final del escenario –el suelo lleno de tierra, a la izquierda la tabla con cuchillos clavados, a la derecha una carretilla con más tierra y mil pequeñas pelotas de goma que rebotan– reflejan la degradación del espacio público, con los peligros que alberga para las mujeres. La exposición física a situaciones peligrosas para la propia actriz –que no deja de realizar esfuerzos físicos y mentales, cuando, por ejemplo, mantiene la sangre fría frente a los cuchillos que le lanza su colaborador– nos recuerda esta amenaza constante. El fuego o las armas son asociadas a los hombres como medio de ejercer el poder de manera violenta, por ejemplo, en la escena del taller donde se afilan cuchillos y luego con el lanzamiento de estos mismos cuchillos, mientras que los abusos sexuales y el temor que infunde su posibilidad aparecen metafóricamente con las máscaras de pene y de payaso diabólico. Frente al ruido intenso, agudo, penetrante e insoportable que caracteriza las escenas de dominación masculina –la música electrónica o de reguetón a todo volumen, el ruido de la afiladora eléctrica y sus chispas–, la trágica realidad se sugiere en frases suspendidas que Agnés Mateus no termina, pero que sugieren aquello que no se quiere decir en voz alta.
No obstante, al final, la verdad termina por estallar al igual que Agnés, que libera la rabia que le producen estos crímenes. Es ahí cuando las víctimas, universales y anónimas a lo largo del espectáculo, recuperan su identidad: en la pantalla desfilan los nombres y la edad (desde bebés de meses hasta ancianas de más de 90 años) de las centenares de mujeres asesinadas por razones de género en España en los últimos años. 2018 se cerró con 98 femicidios, 48 según otras fuentes, y desde el inicio de estas estadísticas en 2010 ya se han registrado 1047 mujeres asesinadas, mientras que otras fuentes afirman que “solo” se han asesinado a 1005, y esto desde 200332. La disparidad de las cifras es una prueba más de la banalización de la violencia contra las mujeres, con feminicidios que no son reconocidos oficialmente como tales.
Conclusiones
Con el objetivo de hacer frente a la ideología falocrática dominante, cada vez más performances33 denuncian los abusos de poder del heteropatriarcado y se convierten en arma del activismo feminista como medio de crear un espacio de memoria colectiva34. En este sentido, destacamos la labor del colectivo Guerrilla Girls, que trabaja desde 1985 para deconstruir las políticas culturales sexistas35, o de las activistas bolivianas Mujeres Creando36. En el ámbito teatral, varias obras latinoamericanas denuncian los feminicidios, sobre todo los cometidos en Ciudad Juárez – Mujeres de Arena (Testimonios de mujeres en Ciudad Juárez) dirigida por Humberto Robles en 2002, Los trazos del viento de Alan Aguilar (2008), Jauría de Enrique Mijares (2008), ¿Qué tan altos son los edificios en Nueva York? de Óscar Garduño (2016), La ruta (2018) y The Way She Spoke 2019, ambas de Isaac Gómez, o incluso toda una antología37 coordinada por Enrique Mijares titulada Hotel Juárez: dramaturgia de feminicidios (2008).
En el caso de España, pocas son de momento las actrices que osan proponer espectáculos violentos y de resistencia, aunque no hay duda de que cada vez más personas –y no nos referimos en exclusiva al ámbito político– son conscientes de que el sexismo, con sus diferentes grados e impactos, son la principal guerra de las mujeres en 2019. El polémico caso de La Manada38, con las improbables e incomprensibles decisiones del juez Ricardo González, que en un primer momento pidió absolver a los cinco hombres a pesar de los vídeos que demostraban su culpabilidad, es una de las bases de la obra Imposible violar a una mujer tan viciosa de Alba Alonso Bayona y la compañía española Líate, estrenada en 2018. La actriz y directora pretende no solo denunciar esta aberración, sino también la ineficacia de la justicia, que diferencia abuso de violación e impone penas ridículas a los culpables, o incluso culpa a la víctima de su suerte. Este tema también es el argumento principal del espectáculo Jauría de Kamikaze Producciones, estrenada el 25 de enero de 2019.
Modificar la mirada sobre el mundo y, por ende, sobre la mujer, es precisamente el objetivo de Agnés Mateus, cuyo espectáculo Rebota, rebota y en tu cara explota puede definirse como un collage de diversos fragmentos que remiten a una “cultura” colectiva heteropatriarcal. A pesar de que las referencias no están siempre ligadas entre ellas, el montaje final está dotado de una totalidad que responde a la ideología de la propia artista. Cabe precisar que Agnés Mateus no es una actriz sino una performer, por lo que no transmite un mensaje como intermediaria. Sus canciones, bailes e intervenciones orales son asumidas por ella misma en tanto que enunciadora, y no mera locutora39, puesto que es ella –la Agnés Mateus de la realidad– quien asume la responsabilidad del discurso pronunciado por la Agnés Mateus escénica. Excepto en las escenas de teatro dentro del teatro ya evocadas, la artista no finge ser alguien que no es, no mima ningún papel, sino que ofrece su propia psyqué al espectador, sin máscaras. En este sentido, compartimos la opinión de Patrice Pavis, cuando afirma que “le ‘performeur’ ne joue pas un rôle, il n’imite rien, mais il accomplit des actions et il est souvent le sujet même de sa présentation, verbale ou gestuelle”40.
Quizás todo lo anteriormente expuesto no sea sino expresión de una ira que funciona como motor en la creación de la obra. Ira, que no odio, como bien señala Audre Lorde, quien reivindica la ira como medio de militancia y de resistencia al definirla como la “pasión ácida del descontento que puede ser excesiva o inoportuna pero no necesariamente dañina […] La ira, si se emplea, no destruye. El odio sí”41. El espectáculo de la artista catalana no deja a nadie indiferente, sino que transmite y despierta en el espectador todo tipo de emociones –miedo, ira, sentimiento de injusticia, quizás vergüenza– al obligarle a contemplar directamente los abusos de poder y la violencia ejercida sobre las mujeres. Como anécdota, la presión en la sala es tal que una espectadora llegó a decir en voz alta: “¿Perdona, puedes dejar de hacer esto?” 42. Se trata pues de un espectáculo violento, pero no agresivo.
En definitiva, la performance de Agnés Mateus le explota en la cara al público y funciona “como un puñetazo al ojo: el espectador ya no puede ver de la misma manera” 43. Ella encarna y da voz a todas esas mujeres que no tienen nombre y que ya no podrán hablar para contar su historia. Un claro ejemplo del valor de todas aquellas que, como actrices y no simples espectadoras, toman parte activa a la hora de denunciar y resolver conflictos. La fuerza del espectáculo en vivo constituye un vehículo de primer orden a la hora de rendir homenaje a tantas mujeres invisibles, silenciadas y olvidadas por la historia. Al recrearlas en escena, se las resucita y su discurso puede al fin salir a la luz. Un discurso científico, comprometido, político; pero también –y, sobre todo– anónimo. Numerosas producciones literarias, musicales y cinematográficas han dado voz a las mujeres que carecían de ella44 y han puesto palabras a los abusos a los que se enfrentan a diario. Sin embargo, el carácter de ceremonia colectiva del espectáculo vivo subraya la fuerza del mensaje, acentuando las emociones del espectador, que se ve obligado a compartir lo que siente con el resto del público. Al mismo tiempo, se convierte en testigo de la empatía de la sociedad, y este contacto con los demás sirve de transición para ir del mundo ficticio al real. En este caso, la purpurina de la ficción inicial deja paso a la asfixiante realidad, simbolizada por la tierra que ensucia, que ahoga y que oculta a las víctimas. El espectador que desvía la mirada del escenario, sin por ello atreverse a actuar, se encuentra con la mirada de otro espectador que también intenta huir, reconociendo en ella su propia pasividad. Es en este momento de anagnórisis cuando Agnés Mateus consigue que la verdad nos explote a todos en la cara.