Introducción
Sab1, redactada y publicada en España en 1841 por una autora nacida y criada en Puerto Príncipe (Cuba), ha sido calificada de romántica, abolicionista (medio siglo antes de que se concretara la abolición total en la isla) y precursora del feminismo. Tomando la palabra en su sentido de “fiel representación de la realidad”, resulta que también presenta una dimensión realista. Pero ¿de qué realidad nos habla Sab? Cuba, con sus mil doscientos kilómetros de largo, no formaba en aquel entonces –ni tampoco hoy– un conjunto homogéneo: pese a un marco común a la totalidad del territorio durante siglos, como el estatus de colonia, el idioma, la religión, la institución esclavista, existían sin embargo fuertes peculiaridades regionales en cuanto a las relaciones de producción esclavistas, a los vínculos con la capital de la isla y, más allá, con la metrópoli. Estos particularismos generaban –y dialécticamente, eran producto de– identidades espaciales muy fuertes. Por ello, no puede asombrar que la novela, escrita por una joven oriunda de Puerto Príncipe, presente, amén de un cuadro general de la Cuba de las cuatro primeras décadas del siglo XIX, una fuerte dimensión regional.
De hecho, Gertrudis Gómez de Avellaneda convirtió las inmediaciones de su ciudad natal en el marco espacial casi exclusivo de la diégesis de Sab2 y sitúa desde el primer párrafo la acción de su novela en “los campos pintorescos que riega el Tínima […] a cuatro leguas de Cubitas […] y a tres de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba”3. El grupo nominal “la isla de Cuba” es solo el complemento que le permite al lectorado de afuera, en particular, español, localizar el escenario de la novela, –una zona poco conocida en Europa–, de ahí la necesidad de mencionar “Cuba”, por ser un referente geográfico más familiar en el extranjero. Avellaneda, aunque estuviera en España, escribió desde Puerto Príncipe, un lugar que para nada podía confundirse con otras regiones de la Cuba de su tiempo, y, en gran medida, sobre Puerto Príncipe, por lo que pensamos que Sab debe leerse como un testimonio de la historia regional del departamento central de la primera mitad del siglo XIX. A partir de la mirada de la autora al sistema esclavista, nos proponemos aquí poner de manifiesto el evidente desplazamiento de enfoque con que la realidad peculiar, concreta, de la región camagüeyana de la primera mitad del siglo va suplantando en la novela el marco y los criterios que remiten al contexto de la Cuba decimonónica en general.
El auge esclavista plantacional azucarero y su condena moral
La temporalidad de la novela abarca desde 1820, –tiempo de la ficción–, hasta 1839, –tiempo de la redacción–, periodo que corresponde al pleno periodo de auge de la llamada “segunda esclavitud”4 tras el boom de la plantación azucarera de finales del siglo XVIII en Cuba. Hasta mediados del siglo siguiente, las profundas transformaciones de la sociedad cubana que acarreó el acelerado despegue plantacional cañero a partir de 1790 se hicieron sentir esencialmente en la región occidental de la isla, la cual se convirtió en el paradigma de la Cuba decimonónica.
Un cuadro fiel del infierno del ingenio cubano de su época
La cuestión de la esclavitud, candente, se aborda sin demora desde la quinta página de la novela, bajo el ángulo del trato a los esclavos de campo y por la boca del protagonista, Sab, –del que aún no se sabe en aquel momento que también es esclavo y “mayoral”5 del ingenio–, quien expone:
– Es una vida terrible a la verdad […]. Bajo este cielo de fuego el esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía, jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas, y abrasado por los rayos del sol que tuesta su cutis, llega el infeliz a gozar todos los placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración. Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar la tierra abrasada y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del sol, y el infeliz negro, girando sin cesar en torno de la máquina que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas y el sol que torna lo encuentra todavía allí… ¡Ah! Sí; es un cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada, de hombres convertidos en burros, que llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno6.
Esta dramática descripción de la vida cotidiana de un esclavo de ingenio de la década de 1820 y por encima, presentada aquí por un personaje que también resulta ser esclavo, refleja fielmente las condiciones de vida en las plantaciones cubanas desde finales del XVIII hasta, por lo menos, finales de los años 1840.
Los términos que remiten al calor extremo que padecen los esclavos, día y noche “cielo de fuego”, “abrasado por los rayos del sol”, “tierra abrasada”, muestran al esclavo, entre fuego de la leña y fuego del sol, ardiendo al contacto de la “acción del fuego” amplificada por el “metal” de las calderas. Su agotamiento es palpable porque va “jadeando y abrumado” y sobre todo porque por el día solo tiene “dos horas de sueño” y por la noche “ve pasar horas tras horas” hasta el amanecer. Con la “leña y la caña que conduce sobre sus espaldas” y porque “gira sin cesar en torno de la máquina” como un “burro”, se visualiza su animalización. Cual Sísifo, el esclavo resulta condenado por la eternidad, o, por el lapso de su vida, a una acción indefinidamente repetida. Sus “lágrimas” y su “sudor” lo aparentan a un mártir cristiano, que lleva en “su alma la desesperación del infierno” por la “marca de la esclavitud”, que puede aludir tanto a la carimba como a su color.
Numerosos testimonios contemporáneos confirman semejante descripción. Ya en 1798, el muy católico médico español Francisco Barrera y Domingo también se valía de la misma metáfora, con un sinnúmero de detalles muy parecidos: “condenados a un trabajo continuo en los ingenios, o por mejor decir, infiernos en vida pues así es un ingenio”7. A propósito de la vida “terrible” de “los esclavos en estas fincas”, del “infeliz” esclavo, –ambos adjetivos son repetidos dos veces–, el escritor criollo Anselmo Suárez y Romero8, en una carta que dirigía a su amigo Domingo Del Monte9 opinaba en 1839: “aislado en el ingenio […] sin ver otro espectáculo que el de hombres infelices trabajando incesantemente […] donde desde que uno se levanta hasta que se acuesta solo tiene delante escenas lastimosas. Y en balde es salir del ingenio y trasladarse a otras fincas pues en todas partes hay esclavos y señores […]”10.
El poeta español Jacinto de Salas y Quiroga, tras su estancia en Cuba entre 1839 y 1840 expone idénticas conclusiones: “los ingenios son tan solo fincas de producto, de utilidad; […] y aquellas personas callando el alma sufren infinito al ver la miserable condición de los esclavos”11.
De hecho, los cálculos de la esperanza de vida útil del esclavo, las tasas de mortalidad evaluadas, entre 1800 y 1804, por expertos en demografía como Humboldt o por observadores como los cónsules británicos abolicionistas Madden y Turnbull hacia los años 1839-1843, las cartas de la viajera Fredrika Bremer en 1851, coinciden en cuanto a una extenuación crónica de muchas de las dotaciones de ingenios de la zona occidental, a consecuencia de cadencias insoportables, en particular hacia Matanzas, donde se situaban las mayores y más modernas plantaciones de caña. Resume la escritora sueca, desde el ingenio Santa Amalia, en Camarioca, partido de Matanzas:
Hay plantaciones en Cuba en las que los esclavos trabajan veintiuna horas al día; plantaciones en las que solo hay hombres, los cuales son conducidos como bueyes al trabajo, pero con mucha menor consideración que a ellos. El dueño calcula que sale ganando si explota a los esclavos hasta que estos mueren en el espacio de siete años, y entonces monta la plantación con esclavos frescos que trae de África y que compra por unos doscientos o trescientos dólares cada uno12.
Lo anterior demuestra que las informaciones de que dispone la joven autora que marchó de Cuba con veintidós años son muy exactas e implica que haya presenciado antes de 1836 escenas en ingenios, o haya leído u oído descripciones de los horrores de la esclavitud plantacional, estando ella en Cuba o fuera. También permite concluir a una innegable fidelidad histórica.
Pero si este cuadro, sumamente realista, se ajusta efectivamente a las zonas de la isla invadidas por los ingenios, no corresponde por aquellos años a la realidad de la región de Avellaneda. En efecto, pese a los enclaves plantacionales cañeros en Trinidad y Cienfuegos, el departamento central fue el de menor densidad de plantaciones. Más aún, en 1859, en la jurisdicción de Puerto Príncipe, “sólo el 0,20 % [de las tierras] estaban sembradas de caña”13. De hecho, bien se sabe, como lo escribe el historiador español José Antonio Piqueras que: “La plantación cubana del siglo XIX […] reservó Puerto Príncipe para el último cuarto del siglo XIX”14.
Puede extrañar entonces que Avellaneda, en las primeras páginas de una novela que ella sitúa en Puerto Príncipe hacia 1820,15 quiera engastar en aquel sitio una realidad que le era precisamente ajena, a no ser que la considerara representativa de la esclavitud en Cuba16y quisiera, al dirigirse a un público español, exponérsela por ser la de mayor peso, en valor absoluto (número de esclavos condenados a tal existencia) y relativo (comparado con otras modalidades de esclavitud coexistentes) en la Isla. Con estas descripciones terribles desde las primeras páginas, tendría entonces la autora el propósito deliberado de presentar, aunque sin conocerlo directamente, lo peor de la esclavitud, para denunciar, al menos, sus excesos.
Un reflejo de las críticas de sus coetáneos a la esclavitud
La posición antiesclavista se confirma al no conformarse la autora con una mera exposición factual de los horrores del ingenio: en la tirada de Sab, inserta la antífrasis “gozar todos los placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración”17, cuyo eco hallamos en el título también irónico de la novela de Suárez y Romero, Francisco, el ingenio o las delicias del campo, redactada en 1838. Desde estas primeras páginas de Sab surge, a modo de conclusión para calificar el resultado del sistema esclavista, un juicio moral negativo atribuido al personaje narrador: “cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada”18.
El mismo adjetivo es utilizado en otros pasajes de la novela. Primero, con una focalización cero en el personaje de Enrique, que está mirando a Sab: “Acaso la voz secreta de su conciencia le decía en aquel momento que trocando su corazón por el corazón de aquel ser degradado sería más digno del amor entusiasta de Carlota”19. La voz del narrador omnisciente asume esta frase, la cual, dicho sea de paso, invierte entre los dos hombres las categorías civilizado/bárbaro, el blanco libre inglés y el mulato esclavo cubano. Más adelante, tras evocar la rebelión del Santo Domingo francés, el narrador apunta “el sentimiento de sus derechos degradados y la posibilidad de reconquistarlos”20. Después, en el primer capítulo de la segunda parte de la novela, en medio del larguísimo monólogo-confesión a Teresa de sus sentimientos por Carlota, Sab se designa a sí mismo con el mismo calificativo: “[…] me persuadí que un secreto instinto […] la había también instruido de que se encerraba en el cuerpo de un ser degradado, proscripto por la sociedad, envilecido por los hombres[…]”21.
Llama la atención que Ramón de la Sagra22, quien, entre 1835 y 1871, “recibió influencia notable de autores vinculados al socialismo […]”23, también usara este vocablo, a la hora de enunciar el origen de la situación del esclavo en Cuba y los estragos de la esclavitud:
[…] es imposible conseguir esmero, inteligencia y amor al trabajo de unos seres degradados, que un sistema absurdo hace considerar más útiles cuanto más estúpidos son. Sí, pues, el embrutecimiento y la degradación moral se consideran como cualidades precisas en las grandes negradas para mantenerlas en paz y obediencia24.
No cabe duda de que para nuestros autores la degradación que sufren los esclavos es el resultado directo de la acción de la institución esclavista. Desde esa óptica, los esclavos son víctimas de “la ley de unos hombres que lo(s) han “envilecido”25. Coinciden La Sagra y Avellaneda/narrador y/o personaje al recurrir a este adjetivo y también al considerar “infeliz” a la masa esclavizada en el campo. La Sagra sostiene la idea de una bondad innata en el africano, sin “depravación del corazón”:
[…] es preciso decirlo en justo elogio de una raza infeliz, constantemente vilipendiada; si la inferioridad intelectual del negro en las Antillas corresponde exactamente a la condición en que se le ha tenido, su corrupción moral dista infinito de ser la que debiera esperarse de aquel monstruoso estado […]26.
Sab, en su larguísimo diálogo con Teresa, no dice otra cosa: “sin embargo había en este corazón un germen fecundo de buenos sentimientos”27.
En relación con estos y otros aspectos, se comenzaron a publicar los trabajos de estadísticas aplicados al hombre, y específicamente una traducción de la obra de A. Quetelet, El hombre y el desarrollo de sus facultades o ensayo de física social, cuyos pasajes se recogieron en las Memorias de la Sociedad Económica desde 1836 hasta 183928. El tema de la degradación del esclavo causada por la esclavitud, planteado y recurrente en Sab, inserta la novela en los debates relevantes de su tiempo.
Un reflejo del abolicionismo de ciertos miembros de la élite
La corriente de los criollos y españoles progresistas ya se había manifestado en la denuncia de los excesos de la esclavitud y la necesidad de humanizar el trato a los esclavos desde finales del siglo anterior, por ejemplo, con el médico aragonés Francisco Barrera y Domingo, quien atendió a grandes dotaciones de ingenios y se apiadó de los esclavos, fustigando a sus verdugos en un largo escrito redactado en 179829. A principios del siglo XIX, Díaz de Espada y Fernández de Landa, obispo de La Habana de 1802 a 1832, desaprobó abiertamente en su Informe sobre diezmos reservados de 1808 la existencia de la trata y de la esclavitud. Junto a él, tres de sus más destacados seguidores impulsaron la idea de supresión del sistema esclavista en Cuba: Félix Varela, José Antonio Saco y José de la Luz y Caballero30. Esas cuatro personalidades mantuvieron una labor activa en todos los quehaceres de la vida cultural cubana del período. Según esos intelectuales, mejorar sus condiciones materiales y morales sacaría a los esclavos de la infra-humanidad, de la desesperación y del odio potencial, con lo que dejarían de presentar una amenaza para la sociedad colonial gobernada por blancos, amenaza que cristalizó en la victoriosa revolución haitiana que estallara en 1791 y cuyo fantasma surge en dos ocasiones en la novela:
¡Imbécil sociedad, que nos ha reducido a la necesidad de aborrecerla, y fundar nuestra dicha en su total ruina!
Calló un momento, y Teresa vio brillar sus ojos con un fuego siniestro.
– ¡Sab! –dijo entonces con trémula voz–, ¿me habrás llamado a este sitio para descubrirme algún proyecto de conjuración de los negros? ¿Qué peligro nos amenaza? ¿Serás tú uno de los …?31
En esta escena, Sab tranquiliza enseguida a Teresa, pero en otra oportunidad el recuerdo de la insurrección de los esclavos también molesta (o asusta) a su amo cuando el esclavo cuenta:
– […] he oído gritar a la vieja india “La tierra que fue regada con sangre una vez lo será aún otra: los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos”.
– Basta, Sab, basta –interrumpió don Carlos con cierto disgusto; porque siempre alarmados los cubanos después del espantoso y reciente ejemplo de una isla vecina, no oían sin terror en la boca de un hombre del desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de sus derechos degradados y la posibilidad de reconquistarlos32.
Esas alusiones no solo remiten a un episodio ajeno a la realidad de la Isla de Cuba, sino al abolicionismo esclavo activo que estaba cuajando en actos de insubordinación que se multiplicaron por toda la isla a partir de finales del siglo XVIII, esencialmente en las zonas occidentales de grandes concentraciones de plantaciones de azúcar y café con numerosas dotaciones esclavas despiadadamente explotadas, datos que la hacían más predispuesta y expuesta y por lo tanto más temerosa de una insurrección. Paralelamente, las ciudades cubanas fueron sacudidas por una extraordinaria inquietud política protagonizada por los negros y mulatos libres, que se concretó en conspiraciones como la del liberto Nicolás Morales en Bayamo, en 1795, mientras el movimiento encabezado por José Antonio Aponte, entre 1811 y 1812 en la región habanera, consiguió organizar sublevaciones en diferentes regiones a las que se unieron negros, mestizos y blancos, esclavos y libres, con el objetivo de abolir la esclavitud. Y, muy importante pues nuestra autora no pudo ignorarlos, se registraron motines en Puerto Príncipe en 1797, 1805, 180933. En las décadas siguientes se irían produciendo en la zona de Camagüey otros disturbios.
Por lo tanto, Sab, además de reflejar una evolución social, económica e ideológica de su espacio global (Cuba) y de su tiempo (1820-1840), también desvela, con mucha exactitud, directa o indirectamente, unas realidades y preocupaciones propias de su entorno inmediato, Puerto Príncipe, en particular las que tocan al esclavismo.
Puerto Príncipe y sus realidades socioeconómicas
Fue la ganadería la principal fuente de ingresos económicos de la oligarquía criolla de la región, que tuvo sus mercados legales en La Habana y Santiago de Cuba, y extralegales en el abastecimiento de cueros, carnes saladas y bueyes a las grandes plantaciones azucareras del Caribe. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII y estimuladas por el comercio de contrabando, se fueron creando fortunas, pero dentro de una sociedad cerrada sobre sí misma, con una atrasada estructura de producción y que buscaba alternativas para lograr un desarrollo propio, y, rasgo fundamental para la historia regional y nacional ulterior, donde existía un sector de propietarios no identificados con el proyecto esclavista de la plantación. Ramiro Guerra, famoso historiador del período, define así la ciudad principal del departamento central:
La céntrica posición de Puerto Príncipe […] hizo de la ciudad una verdadera capital regional en lo político, lo económico y lo social […] la ciudad principeña fue, tal vez por su lejanía, su posición a distancia de La Habana y Santiago y su ubicación central tierra adentro, un centro urbano populoso, de acción social intensa. La Habana, Matanzas y Santiago de Cuba eran ciudades costeras, comerciales, con un cierto grado de similaridad en razón de este hecho y por contar con un alto grado de población española a mediados del siglo XIX. En marcado contraste, la capital de Camagüey era un […] fuerte núcleo de terratenientes, criadores y agricultores, más que comerciantes, por tanto gente de un mayor espíritu localista y de diferenciación34.
Las especificidades de la población camagüeyana
De hecho, a nivel demográfico, el censo de 1827 todavía consideraba a Puerto Príncipe como la segunda población de la Isla, con cerca de cincuenta mil habitantes: la jurisdicción contaba 61 990 habitantes en 1827, de los cuales, 49 012 en la ciudad cabecera. Esta población presentaba varias características. Primero, su alta concentración en un solo núcleo urbano, Puerto Príncipe, contrastaba con el despoblamiento del resto de la comarca. Segundo, contaba la población de esta ciudad con un elevado número de personas de tez blanca que formaba el 63,5% de la población en 1827. Tercero, dichos blancos eran en su mayoría criollos y conformaban la mayor proporción criolla de la Isla. Cuarto, la zona central siguió siendo la que menos esclavos empleaba si se comparan las cifras con los otros departamentos- cuyo monto era cuatro, cinco y seis veces superior en occidente para esas fechas. También era el departamento con el mayor índice de masculinidad de la Isla en cuanto a categoría esclava se refiere35.
La novela de Avellaneda ilustra varios aspectos de esta realidad demográfica y social, en la medida en que el único ingenio del libro presenta una dotación esclava poco numerosa “el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros”36 y Sab parece ser uno de los pocos o el único criado de la casa de campo, encargado de muchas tareas y responsabilidades: él cocina37, es encargado de recados y carreras importantes38, es el jardinero particular de Carlota39, sin que aparezca ninguna esclava dedicada a los quehaceres domésticos, unos elementos que tienden a confirmar a la vez la poca servidumbre y la alta tasa de masculinidad entre los esclavos de esta zona del país40. Corrobora esta particularidad el estudio de Elda Cento Gómez, quien sostiene que si:
[…]el mayor número de los esclavos y de la población en general residía en las áreas urbanas, no eran las labores de servidumbre doméstica su destino preferencial, entre otras razones porque a la idiosincrasia del principeño no le iban los grandes palacios al estilo habanero, atendidos por decenas de esclavos que de ese modo a su vez anunciaban la solvencia económica de sus amos41.
En lo que atañe a los amos, nos enteramos de que don Carlos es un criollo de clase alta: “La familia de B… era de las más nobles del país […]”42. Él y su familia viven habitualmente en la capital del departamento, Puerto Príncipe, como gente acomodada, como lo indica el que Sab haya sido en algún momento su calesero43. Desde las primeras páginas de la novela, se da por entendido que el padre de Carlota es un terrateniente, pues además del ingenio en que ocurre el drama, tiene diferentes propiedades en Cubitas44.
Otro marcador identitario radica en la extrema religiosidad de la región de Puerto Príncipe que subrayaban los contemporáneos a la hora de describir sus usos y costumbres:
A comienzos del siglo XIX, Puerto Príncipe ofrecía a los forasteros el escenario de una sociedad arcaica y con una atmósfera conservadora en muchas de sus costumbres y mentalidades. Entre esas peculiaridades, muy singulares de aquella región, estaba la extendida devoción religiosa, en algunos casos limítrofe con el fanatismo, que convivía en el imaginario popular con otras manifestaciones profanas […]45.
De modo que no sorprende que en Sab se mencione el “horror al hereje” experimentado por “ciertos miembros de la familia de B….”46 en el momento de contemplar un matrimonio entre Carlota y Otway. Pero la cuestión religiosa oculta una oposición profunda; más allá del catolicismo reivindicado, se patentiza un enfrentamiento sordo entre extranjeros arribistas que, atraídos por “las riquezas de Cuba”, “no tardan en enriquecerse” y “se elevan de la nada”47 y criollos principeños.
La aversión de la alta clase criolla principeña a la que pertenece la autora y a que alude Ramiro Guerra por este tipo de individuo, el “comerciante”, la delatan expresiones como: “viles mercaderes”48 y “el codicioso inglés”49 para designar al padre de Enrique, Jorge Otway. Pero se hace aún más explícita, no sin alguna (¿amarga?) ironía, a la hora de explicar el insensato y funesto empeño de Enrique por viajar pese a los peligros de la vecina tempestad:
No dejaba de conocer la proximidad de la tormenta, pero convenía a sus intereses comerciales hallarse aquella noche en Puerto Príncipe, y cuando mediaban consideraciones de esta clase, ni los rayos del cielo, ni los ruegos de su amada podían hacerle vacilar ; porque educado según las reglas de codicia y especulación, rodeado desde su infancia por una atmósfera mercantil, por decirlo así, era exacto y rígido en el cumplimiento de aquellos deberes que el interés de su comercio le imponía50.
Son personajes simétricamente inversos al padre de Carlota, hacendado criollo del departamento central, ya que “Don Carlos no era codicioso”51 y “tampoco tenía ambición ni de poder ni de riquezas”52. Así, la novela romántico-abolicionista-feminista Sab ilustra la tesis del historiador Moreno Fraginals, quien desentrañó las principales contradicciones que hacían chocar la mentalidad no azucarera de los principeños con la de los comerciantes y plantadores del occidente de la Isla53. Siendo uno de sus más ilustres representantes, Gaspar Betancourt Cisneros, alias El Lugareño, describe al camagüeyano como si retratara a Don Carlos: “Viviendo en una época de esclavitud, liberta a sus esclavos y constituyendo su principal riqueza las extensiones inmensas de sus tierras, intenta repartirlas y aristócratas muchos de ellos por su nacimiento acomodado son, no obstante, demócratas y sencillos por temperamento”54.
Abunda en ese sentido el comentario que la autora pone en boca de Enrique Otway, impresionado por las buenas maneras de Sab: “No ignoro que los criollos, cuando están en sus haciendas del campo, gustan vestirse como simples labriegos”55. En efecto, uno de los rasgos muy peculiares de la sociedad principeña era que en las labores del ganado participaban blancos56, incluidos los dueños de las haciendas, quienes como norma tenían participación directa en el manejo de sus propiedades a diferencia de sus homólogos del occidente de la Isla, en su mayoría propietarios absentistas. Se rozaban en la vida cotidiana los esclavos y sus dueños, trabajando codo a codo en algunas tareas, lo cual instauraba entre ellos una proximidad de hecho.
Una novela que alude a la crisis de la gran propiedad rural principeña
También afloran en Sab elementos relativos a la realidad económica de la región que convergen con las investigaciones de los especialistas, por ejemplo, la cuestión de la situación financiera de la familia de B…. Se puntualiza que esta se había deteriorado: “[…] la casa ya algo decaída de Don Carlos se hizo nuevamente una de las más opulentas de Puerto Príncipe”57.Y desde las primeras páginas, el mulato Sab ilustra a Enrique Otway sobre las condiciones económicas de su futuro suegro, propietario del ingenio Bellavista. Al preguntar el joven inglés acerca de la productividad de las tierras “muy feraces”, oye la siguiente respuesta:
Tiempos ha habido, según he llegado a entender […] en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede su zafra de seis mil panes de azúcar58.
De hecho, la repentina caída del precio del azúcar en los años 1800 arruinó a unos cuantos plantadores incluso antes de que surgiera hacia la segunda década del siglo, su temible rival, el azúcar de remolacha. El historiador Jorge Ibarra ha resumido muchos de los males económicos que asolaban a las comarcas central y del levante de la Isla:
La explotación intensiva de los potreros de ganado en la región occidental y la introducción del tasajo uruguayo por los plantadores habaneros y matanceros como medio de alimentación fundamental de los esclavos, tenderá a desplazar la demanda de ganado de la región centro oriental. […] la sequía que asoló los cultivos y pastos de Oriente y Puerto Príncipe desde 1835, determinó la reducción de la mitad de las cosechas y de la masa ganadera […] la extracción de 3 000 o 4 000 esclavos de los cafetales, vegueríos e ingenios de Oriente y Camagüey para venderlos en las plantaciones azucareras occidentales contribuyó todavía más a la postración económica de la región59.
La explicación de Sab ratifica lo anterior: “[…] Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, […]”60. Dos párrafos después de pintar lo mortífero del sistema plantacional que ya había invadido una parte de la isla en 1820, la autora señala que la mortalidad esclava no era “causa principal” de las dificultades del hacendado principeño. La fórmula no niega que haya mortalidad esclava en el ingenio de Bellavista, pero ya que no es “causa principal”, se plantea, desde el principio de la novela, una distinción entre el Centro y su capital Puerto Príncipe, donde la esclavitud no es tan despiadada, y otras partes de la isla. La distinción se amplifica a la hora de contemplar producción, modo de producción y evolución económica de los departamentos occidental y central, permaneciendo este último fuera de la bonanza conllevada por la furia del azúcar.
Si bien existieron factores exógenos explicativos de la crisis regional, también había causas internas, como las características de tenencia y explotación de las tierras y el ganado durante largo tiempo, con el contrabando decadente y la permanencia de una ganadería extensiva en suelos empobrecidos. Estos determinaron una desventaja relativa, pero creciente, en relación con otras zonas de mayor desarrollo económico de la Isla, especialmente el occidente y algunas partes del centro, muy dinamizados por la producción azucarera. En la novela, otro factor explicativo de la decadencia principeña reside en la poca implicación de don Carlos, presentado como “apacible y perezoso”, “inactivo por temperamento”61, quien confiesa: “Hace diez años que no he estado en Cubitas y aun antes de esta época visité muy pocas veces las estancias que tengo allí. Están casi abandonadas”62. El resultado, lógico, sorprende más adelante a Otway “al saber el poco valor y escasos productos de las tierras que poseía [Don Carlos] en Cubitas”63.
El tema del estancamiento económico principeño aparece en numerosas fuentes y aún en 1852, el capitán general Concha, durante su primer mando en la Isla, describía en un informe a Madrid la situación de Puerto Príncipe así: “Jurisdicción vastísima […] su comarca cubierta de grandes bosques y haciendas de crianza tiene por principal riqueza la ganadería que viene de largo tiempo en considerable decadencia, y no se conocen en ella los colosales ingenios […]”64. De hecho, en 1827, el valor de la producción agropecuaria de Puerto Príncipe se distribuía entre un 54,5% para la ganadería y un 8,0% para el azúcar65.
Una novela bajo el sello de la esclavitud doméstico-patriarcal (frente a la plantacional)
Especificidad regional principeña y esclavitud
En efecto, si en sus inicios, la riqueza principal en estas tierras consistió en la ganadería y la existencia de algunas labranzas dedicadas esencialmente al consumo local, tales labores asimismo siguieron proporcionando lo esencial de los recursos de la zona hasta la segunda mitad del siglo XIX. La historiadora camagüeyana Elda Cento Gómez sostiene que “Los patricios principeños no se arriesgaron por generaciones a depender del azúcar y continuaron dedicando la mayor parte de sus tierras a la ganadería”66. El tipo de actividad y de estructura agrícola ilustra a la vez que explica muy bien las características económicas de la región y la poco significativa presencia del esclavo. De hecho, en la novela, solo tres pasajes aluden en la finca de Bellavista a trabajadores de campo: la escena inicial67, la del reparto de dinero a los negros por Carlota68, la del desmayo de Sab, socorrido por los esclavos que trabajan bajo sus órdenes69. Por otra parte, aunque se menciona a la esclava Belén, en la residencia principal, urbana, de la familia, no aparece constancia de ninguna criada en la casa de campo de Bellavista.
La producción en las grandes haciendas ganaderas y los pequeños trapiches azucareros no había requerido una explotación intensiva del trabajo esclavo. Así, los rasgos de la esclavitud en el Camagüey eran los propios de la reconocida como patriarcal, la cual, según definición de Olga Portuondo Zúñiga, “respondía a un nivel de producción no intensiva, en la que los mecanismos de coacción no necesitaban ejercerse a plenitud”70. De modo que, como explica Jorge Ibarra:
La presencia de pequeños campos de caña y de trapiches en las haciendas ganaderas de la región centro oriental de Cuba no condujo a transformaciones cualitativas en la tecnología, la orientación de la producción hacia el mercado externo y el tratamiento de los esclavos. El ideólogo del patriarcado oriental, Nicolás Joseph de Ribera, destacaba las respetuosas y consideradas relaciones prevalecientes entre amos y esclavos en la parte centro-oriental, comparadas con la manera severa e implacable en que los esclavos eran tratados en las regiones de la parte occidental y las posesiones inglesas del Caribe71.
De hecho, si se exceptúa la escena introductora que funciona, como ya vimos, a modo de denuncia del sistema que ha invadido la parte occidental de la Isla, Sab se centra en peculiaridades que, a contrario, en Puerto Príncipe y su departamento, atenúan las violencias sistémicas de la sociedad plantacional en los discursos y en las prácticas entre razas y clases. Así, a lo largo de la novela, no asoma rastro de maltrato a los esclavizados en tierra camagüeyana. Sin embargo, el final del capítulo dos de la segunda parte llama la atención. Don Carlos temiendo una desgracia al oír que Sab echa sangre por la boca, exclama, acerca del esclavo que lo ha avisado: “[…] este bruto me había asustado”72. Por un lado, la palabra insultante, aunque se concibe en tales circunstancias como el resultado de una emoción, –por el cariño que Don Carlos siente por Sab, a quien creyó seriamente lastimado–, revela que ni en una región ajena a los patronos dominantes los comportamientos escapan del todo de la jerarquía y dominación esclavistas imperantes ni con un amo caracterizado por su “más perfecta bondad”73. Por otro, el esclavo manifiesta su inconformidad ofendida y protesta murmurando: “¡Bruto, yo soy bruto porque digo la verdad!”74. Esta escena puede ser emblemática de las ambigüedades o ambivalencias de la modalidad doméstico-patriarcal de la esclavitud. En efecto, funciona como un recordatorio de las relaciones de dominación, aquí, racistas y clasistas, inherentes a toda sociedad esclavista colonial pero también presenta un espacio, aunque resulte limitado pues el esclavo no responde en voz alta, de cuestionamiento de la inferiorización del ser esclavizado. Este espacio de contestación lo decide la narradora/autora pero lo concreta el propio personaje esclavo en estilo directo: la dominación del amo no es aplastante ni la sumisión del esclavo, total.
También permite esta escena hacer estallar el fuerte contraste existente entre los dominantes en su respectiva región con otra en el capítulo VII de la primera parte, cuando el padre de Enrique “le grita furioso” a Sab una serie de improperios: “Maldición sobre ti, qué diablos quieres aquí, pícaro mulato, y ¿cómo te atreves a entrar sin mi permiso?” Luego, sigue invectivando a su propio esclavo: “¿Y ese imbécil negro qué hace? ¿Dónde está que no te ha echado a palos?”75. Aquí, se intuye que es la forma habitual de comportarse del personaje para con aquellos a quienes, por ser “de color”, considera subalternos. Gracias a Otway padre, antipático desde su primera descripción, la novela recalca la distancia patente entre “uno de los muchos hombres que se elevan de la nada en poco tiempo”, “buhonero algunos años en los Estados Unidos de la América del Norte, después en la ciudad de La Habana”76, y los habitantes de Puerto Príncipe, cuyo arquetipo es Don Carlos, “[…] uno de aquellos hombres apacibles […] que no saben hacer mal”77. Se enfrentan entonces dos mentalidades, señalando la especificidad de la región de Camagüey que se manifestaba precisamente en unas relaciones interraciales y entre clases típicas de la modalidad doméstico-patriarcal del sistema esclavista que imperaban en la región centro-oriental de la isla, pese al auge plantacional en ciertos enclaves y en la zona occidental.
Independientemente del mestizaje biológico, encarnado plenamente por el personaje de Sab, mulato, también contribuían a la mixidad de razas y de clases de la región unos vínculos familiares en el sentido amplio de la palabra, es decir, tanto biológicos como culturales por el bautismo, la comunidad religiosa, lingüística o étnica, que venían a reforzar la cercanía entre esclavos y “libres de color”. La ilustra perfectamente la relación entre Sab, mulato esclavo, y Martina, india y libre, aunque paupérrima. Así, esta se declara “ [su] vieja madre”78, pues expone que “[…] en presencia del cielo le adopté desde aquel momento por mi hijo”79.
Unas relaciones paternalistas en el departamento central reflejadas en Sab
Por otra parte, las relaciones establecidas entre libres de color y terratenientes que les hacían el favor de instalarlos en sus tierras y casuchas correspondían a una realidad socioeconómica que se explicaba por la necesidad de los amos de construir un tipo de relación de interdependencia con ellos. En efecto, al liberar a los descendientes de sus esclavos y otorgarles terrenos, los propietarios se libraban del coste de su manutención, asegurándose de paso una mano de obra dispuesta a trabajar para ellos por necesidad.
También las circunstancias geo-político-históricas peculiares de la región tuvieron consecuencias en el comportamiento de los propietarios para con sus esclavos en particular, y para con la gente de color en general. Es lo que recuerda el especialista de la región centro-oriental Jorge Ibarra:
Los piratas y el aislamiento secular de estas zonas dieron lugar a un tipo de relaciones distintas con la población esclava y “de color libre” que se iba formando: dependían los amos de la solidaridad de sus subordinados y su disposición a cooperar en la defensa del patrimonio: de ahí el trato distinto que recibían los esclavos y los negros libres en estas regiones del país80.
Varias situaciones concretan a lo largo de la novela el concepto de “esclavitud doméstico-patriarcal”. Así, en la escena del capítulo VI de la primera parte de la novela, verdadero arquetipo de la tan divulgada “lenidad” de la esclavitud en Cuba81, se despliega el maternalismo de Carlota, la hija del amo:
Carlota fue interrumpida en sus inocentes distracciones por el bullicio de los esclavos que iban a sus trabajos. Llamóles a todos, preguntándoles sus nombres uno por uno, e informándose con hechicera bondad de su situación particular, oficio y estado. Encantados los negros respondían colmándola de bendiciones y celebrando la humanidad de Don Carlos y el celo y benignidad de su mayoral Sab. Carlota se complacía escuchándoles y repartió entre ellos todo el dinero que llevaba en sus bolsillos con expresiones de compasión y afecto. Los esclavos se alejaron bendiciéndola y ella les siguió algún tiempo con los ojos llenos de lágrimas82.
Pero después de esta escena –extrañamente simétrica a otra, inmediatamente anterior, en que distribuye “muchos granos de maíz […] para innumerables aves domésticas”83–, Carlota no se conforma con repartir “matriarcalmente” monedas a los esclavos que la rodean. Su sensibilidad a la cuestión de la esclavitud la lleva más allá de las clásicas acciones de beneficencia que solían cumplir las señoras durante su residencia en el campo para aliviar a los esclavos y quedar en paz con su conciencia: Carlota llega a formular en voz alta su deseo de liberar a todos los esclavos de su padre, de los que en algún momento heredará. Concluye la escena exclamando: “Cuando yo sea la esposa de Enrique, ningún infeliz respirará a mi lado el aire emponzoñado de la esclavitud. Daremos libertad a todos nuestros negros”84. Su maternalismo expresa la aspiración por un cambio de paradigma, dentro de las posibilidades que le brinda la sociedad en la que vive, y que llevará a cabo Carlos Manuel de Céspedes como primer acto político el 10 de octubre de 1868.
El episodio en Cubitas y la visita a Martina, una anciana que “pretende ser descendiente de la raza india”85 resulta también muy instructivo en cuanto al paternalismo. En este, Don Carlos expresa su compasión: “¡Pobre mujer, aunque extravagante, es muy buena!”86, que lo mueve a decidir que después de su visita, “[…] la dejaremos instalada en una de mis estancias”87. Y su magnanimidad cristaliza en acciones: “Respecto a Martina, corren de mi cuenta ella, su nieto y su buen Leal. Quiero que al marcharme de Cubitas quede instalada en la mejor de mis estancias y la señalaré una pensión vitalicia, que recibirá anualmente por tu mano”88. Al escuchar a la vieja india agradecerle su noble promesa, su sentimentalismo obliga a Don Carlos a “cortar una conversación que le había causado ya demasiado enternecimiento”89, pero esta generosidad que Martina tanto alaba no cuestiona por lo demás las posiciones de clase y dibuja los límites del paternalismo. En efecto, el Señor de B…, que ahora la salva de una miseria extrema, no siempre se acordó de ella puesto que Sab, a la hora de presentarla, le tiene que recordar de quién se trata. Es la “madre de uno de sus mayorales de Cubitas, que murió dejándole el legado de su mujer y tres hijos en extrema pobreza.”90 De hecho, hasta la fecha, la miseria de esa mujer tuvo sin preocupación a aquel, quien, al darle alojamiento, se comporta con Martina como si fuera su amo aunque ella es libre. La valoración que hace Martina de la actitud caritativa del hacendado “aquella casa que yo debía a vuestra bondad, señor don Carlos, y a la eficacia de mi hijo adoptivo”91, alimenta su estatus de hombre poderoso, que la protege, pero de quien al fin y al cabo depende su supervivencia. Llama la atención, no obstante, el final de la frase puesto que Martina manifiesta ahí gratitud tanto para con el esclavo Sab como para con el señor de B.: la construcción sobrentiende, de cierto modo, una simetría o complementariedad entre ambos, la cual existía, si no en las leyes esclavistas, al menos en ciertas percepciones y en la vida cotidiana de la región.
La familiaridad y sencillez con que el grupo formado por la familia de B…se porta con Martina y, desde luego, con Sab, –hasta el punto de quedarse a comer todos sentados en la misma mesa en casa de la anciana puesto que “Servida la comida, el señor de B… quiso absolutamente que se sentasen con ellos no solamente Martina sino también Sab.”92–, no parecen extraordinarias. Primero, el narrador ha preparado el terreno, dando a entender el carácter desinteresado, sensible y cariñoso de Don Carlos, para con sus hijos, a quienes muestra su amor93, y para con los demás, independientemente del estatus social o racial de los beneficiarios de sus bondades: para con Teresa, pobre y huérfana; para con Martina, pobre e india; para con Sab, esclavo y mulato. Segundo, como lo acabamos de subrayar, en Puerto Príncipe, pese a su arcaísmo y conservadurismo, las relaciones entre las diversas categorías de población en la vida cotidiana eran frecuentes y las situaciones laborales, ajenas al sistema plantacional, no generaban conflictos mayores a diferencia de otros espacios. Esta singularidad es precisamente la que caracteriza con naturalidad a los convidados criollos y le quita el apetito a Enrique, pues el narrador interpreta su “cierto descontento” como una directa consecuencia de “la excesiva bondad de Don Carlos, en sentar a su mesa un mulato que quince días antes aún era su esclavo”94. El que “Carlota por el contrario estaba radiante de placer y agradecía a su padre la ligera distinción”95, además de marcar una tajante oposición con los valores del extranjero comerciante Enrique, recalca la sintonía del personaje con las pautas socio-culturales de su entorno regional. Pero no es menos cierto que el que Sab, y en menor medida Martina, puedan sentarse en la mesa depende de la voluntad de Don Carlos: quien manda es el amo.
Así, aunque el sistema patriarcal en la región centro-oriental de Cuba hiciese, hasta mediados del siglo XIX, la vida más tolerable, especialmente a la gente de color, libre o esclava, que en las regiones plantacionistas, no dejaba de ser una sociedad esclavista y como tal, racista y violenta, como lo recalca el protagonista en su casi monólogo con Teresa y en su carta final.
El estatus privilegiado de Sab, ¿una especialidad regional?
Sin embargo, “Sab no ha estado nunca confundido con los otros esclavos –contestó Carlota– se ha criado conmigo como un hermano, tiene suma afición a la lectura y su talento natural es admirable”96.El mismo Sab, al confesar su situación privilegiada, explicitando al respecto: “[…] jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los negros, ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos”97, sugiere que toda esclavitud por muy patriarcal que sea, no deja de explotar la mano de obra comprada y maltratarla. Pero a él, no. Desde el primer encuentro, Sab informa a Enrique del vínculo peculiar que lo une a Carlota: “me concedía el cariño de un hermano”98, declaración confirmada por la misma repetidas veces: “ha sido el compañero de mi infancia y mi primer amigo”99.
Tales situaciones abundaron a lo largo de los siglos y del territorio: era frecuente que en las casas adineradas se regalaran niños esclavos para servir, primero de juguete y luego de criado, a los hijos de los amos100 –que así se iban ejercitando en el arte de dominarlos– o para acompañar a las amas ociosas y aburridas101. Sin embargo, el vocablo “amigo”, el tono con que Carlota se dirige a Sab a lo largo de la novela, sus ademanes en su presencia denotan una consideración bastante extraordinaria a la hora en que el dominio plantacional desde finales del siglo XVIII, estaba llevando el proceso de deshumanización del esclavizado en la zona occidental de la isla hasta su punto extremo. Por el contrario, independientemente de la reiterada gratitud que expresa después de enterarse de que ha salvado a su prometido Enrique102, Carlota se dirige a Sab con el mismo respeto que muestra hacia una persona libre: “Yo te lo agradezco, Sab”103. Asimismo el paternalismo de su amo para con él puede asombrar: “[Sab] Quiso enseguida marchar a la ciudad a desempeñar los encargos de su amo pero este, considerándole fatigado, le ordenó descansar aquel día y partir al siguiente con el fresco de la madrugada”104. Tantos miramientos incluso consiguen desaparecer a ratos la subalternidad: Sab es el hombre de confianza, que cumple. Por lo que “Estaba determinado con anterioridad que el mulato partiese al día siguiente para la ciudad a ciertos asuntos de su amo”105, hasta el punto de superar las categorías vigentes y ser transformado en “un compañero práctico en aquellos caminos”106 para el futuro yerno de Don Carlos. Es que Don Carlos trata a Sab como a su pariente y no como a su esclavo –lo cual se explica al dar a entender el narrador que este es su sobrino107, aunque bastardo. Por ello, en la medida en que él mismo no vive permanentemente en sus tierras, le delega totalmente el cuidado y manejo de sus fincas a Sab, como lo hiciera con un administrador experimentado: “Sab manifestó que dichas estancias estaban todavía muy distantes del grado de mejora y utilidad a que podían llegar con más esmerado cultivo […].” La capacidad de Sab es ensalzada por su amo/tío quien reconoce su “celo y actividad” así como “su talento natural y admirables disposiciones”108y afirma: “[…] desde que Sab vino a Bellavista, sus frecuentes visitas a Cubitas les han sido de mucha utilidad, según estoy informado; y creo que las hallaré en mejor estado que cuando las vi la última vez”109. Sab se perfila entonces como el digno y legítimo heredero de la familia de B… –cuyo primogénito, frágil de salud, estudia en la capital– tanto por los vínculos de sangre, asumidos por ambas partes110, aunque no abiertamente enunciados, como por su mérito personal: “Levántate buen muchacho, le dijo, levántate, que has procedido bien y quiero yo también recompensarte”111.
Pero tanta excepcionalidad del protagonista puede llevar a considerarlo inverosímil, contrariamente a personajes como Carlota, Don Carlos o Enrique. Sab es esclavo, pero ostenta ascendencia noble de ambos costados112. Es mulato, pero a primera vista pasa por blanco113. Es pobre, pero demuestra tener una vida interior intensa y un corazón de caballero con altas virtudes114 de las que muchos individuos libres no pueden preciarse. Desde las primeras páginas, Enrique Otway nota en Sab “algo de grande y noble que llamaba la atención” y la focalización interna revela que según él, el lenguaje y expresión de Sab “no correspondían a la clase que denotaba su traje pertenecer”115. Las causas de tal excepcionalidad se hallan en rasgos innatos-la genealogía de Sab –y adquiridos– su apropiación y asimilación de la cultura de los dominantes. En cuanto al espectacular manejo del idioma español para un hombre “de su clase y color”, la explicación la proporciona el mismo Sab, en el capítulo primero:
Con ella aprendí a leer y a escribir porque nunca quiso recibir lección alguna sin que estuviese a su lado su pobre mulato Sab. Por ella cobré afición a la lectura, sus libros y aun los de su padre han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas y amargas cavilaciones116.
No podemos dejar de establecer el paralelo con el también excepcional caso, famoso, del ex esclavo y poeta Juan Francisco Manzano117, quien dominaba la lectura y la escritura e interiorizó los valores de los amos gracias al roce cotidiano con ellos. La existencia de esclavos que tuvieron acceso a la escritura y lectura modera por lo tanto la impresión de inverosimilitud del personaje de Sab: si hasta en la zona más deshumanizada de Matanzas, de donde era oriundo Manzano, hubo esclavos letrados, es probable que en las regiones de esclavitud doméstico-patriarcal también los hubiera, y que Avellaneda conociera, directamente o no, casos semejantes. Pero mientras que su ama le prohibió escribir al martirizado Manzano, los amos de Sab, personaje de papel, le reconocieron el derecho de leer y escribir y hasta lo alentaron. Es precisamente lo que Enrique Otway le reprocha a Carlota: “Todo eso no es un bien para él, porque, ¿para qué necesita el talento y la educación un hombre destinado a ser esclavo?”118. La divergencia de criterio respecto a la instrucción de los esclavos remite a las diferentes posiciones ideológicas de los criollos a la hora de contemplar la supresión de la institución esclavista119 y de abordar la transición al trabajo libre: si Carlota valoriza las aptitudes intelectuales de Sab, susceptibles de favorecer una verdadera igualdad e inclusión en la sociedad futura, Enrique las desaprueba, en una lectura conservadora y clasista.
La marcada oposición entre los valores reaccionarios promovidos por el comerciante liberal por antonomasia (Enrique) y una concepción progresista dentro de un ámbito sin embargo tradicional y racista (Carlota), manifiesta las contradicciones que atravesaban el debate de fondo en torno al estatus del individuo esclavo, mera mercancía o ser humano. Así, al insistir en la existencia de una extrema proximidad, hasta la porosidad, entre categorías, entre personajes de posición diferente dentro del sistema jerárquico colonial, la autora toma una opción abierta e inclusiva hacia el “otro” esclavizado, opción que por esas fechas no era inconcebible dentro del marco específico de la región central en la medida en que allí no reinaba el miedo al negro. No había peligro objetivo para la población blanca puesto que en 1817 solo un 34,19 % de la población de Puerto Príncipe, de los 48 488 habitantes, era esclava (16 579 36 personas) y, a diferencia de lo que ocurrió en otras regiones y en la composición general de la población de la Isla, en 1827, esta disminuyó al 25,33%, mientras que la población blanca creció, de 24 959 que era en 1817, a 39 375120.
Además, pese a las medidas que se tomaron para evitarlo, como por ejemplo la prohibición hecha en 1791 a los sacerdotes de unir en matrimonio a personas de diferentes razas sin autorización o licencia del Capitán y Gobernador de la Isla, la proporción de individuos mulatos, de ambos sexos, libres o esclavos, demostró la permanencia de prácticas que alimentaban el mestizaje. De ahí que la filiación de Sab no provocara reacciones de rechazo ni hipócritas tentativas de ocultación intrafamiliar, lo que no debe presagiar de la desaparición de la barrera del color en lo social. Así, la solicitud hecha por pardos y morenos libres de la ciudad hacia 1820 de constituir una hermandad legal, fue rechazada por el cabildo de Puerto Príncipe “por estar denegado a los que no son ciudadanos en el ejercicio de sus derechos”121.
La libertad individual y colectiva en Sab, una realidad regional
Sab y la libertad en el departamento central
Otra cuestión central en Sab, por ser la otra cara de la moneda de la esclavitud, es la libertad. Ahora bien, se sabe que las cifras de negros y mulatos libres tuvieron en Camagüey una proporción importante. Resultado primordial del otorgamiento de las cartas de libertad por voluntad de sus amos, también muchos la obtuvieron como coartados, o sea como resultado de pagarle al amo una cantidad pactada, una auto-compra. Lo curioso de este mecanismo en Puerto Príncipe es que mantuvo cifras importantes dentro de las libertades concedidas a lo largo del siglo XIX. En ello debió ser determinante el mantenimiento de una esclavitud patriarcal, pero también la existencia entre las masas negras de una cantidad apreciable de sujetos activos, conocedores e interesados en obtener la libertad por esa vía, lo cual puede constituirse en un elemento significativo cuando de analizar el movimiento abolicionista desde la óptica de los esclavos se trate122.
La novela Sab refleja la relativa facilidad de manumisión existente en la zona al plantear reiteradamente la cuestión de la libertad del protagonista. La oferta que le hacen sus dueños no se puede disociar, por una parte, de su estatus de hijo, aunque ilegítimo, de uno de los amos, por otra, de sus talentos y acciones señaladas, como salvarle la vida en dos ocasiones al futuro esposo de Carlota: “Amigo mío, mi ángel de consolación, ya eres libre, yo lo quiero” y, justo después, “Eres libre, repitió ella.”123 Por ello Carlota124 y Don Carlos125 evocan de manera insistente su emancipación pero el mismo Sab es quien rechaza la propuesta126. Su actitud, a primera vista incomprensible cuando se recuerda la tenacidad con que los esclavos siempre acudieron a las diferentes opciones que les brindaba la legislación española para libertarse, no resulta tan irrealista: se conocen casos de esclavos que prefirieron permanecer en estado de servidumbre pues así tenían asegurados techo, ropa y comida. Sab, muy bien tratado y sobre todo enamorado de su ama, no quería apartarse de algo que podía parecerse a un hogar, puesto que no tenía el proyecto de constituir otro. Acaso la inmensa soledad de Sab sea un factor de rechazo de la libertad generalmente tan anhelada por sus compañeros de clase: “Yo no tengo padre ni madre…soy solo en el mundo: nadie llorará mi muerte”127. Es evidente que la soledad del héroe romántico es un resorte necesario del que se vale la autora para recalcar su sufrimiento, la singularidad, la situación de paria que caracteriza a Sab, y también su diferencia, en el sentido de excepcionalidad. Pero más allá del recurso literario, su situación recuerda la de los esclavos del departamento central, a menudo condenados a la soledad. Primero, porque el altísimo índice de masculinidad les impedía conseguir pareja, segundo porque las actividades principales de cuidar el ganado no requerían mano de obra numerosa. En este aspecto también podemos subrayar la fidelidad de la novela a la realidad del esclavo del departamento central cuando no era estrictamente urbano, o sea cuando no residía en Puerto Príncipe.
Otro factor que debió de influir en su rechazo de la manumisión era la inmensa libertad de que Sab gozaba de facto. En efecto, polivalente, él mismo decide de sus actividades “Por mi propia elección fui algunos años calesero”128 y disfruta de una total libertad de movimiento. Esta, si se explica por una absoluta y explícita confianza de sus dueños129, –una actitud desde luego no exclusiva de los criollos principeños ni extensible a todos ellos–, también se vincula estrechamente con el modelo de esclavitud de la zona ganadera. En efecto, en esa existía un contraste radical con el control incesante de los desplazamientos de los esclavos de plantaciones, prohibidos sin salvo conducto del amo so pena de ser considerados cimarrones con la persecución que aquello autorizaba. En los potreros, estancias y hatos, eran enviados a buscar mandados al pueblo cercano o a la ciudad, además de moverse siguiendo los rebaños y por lo general se desplazaban a caballo (o a lomo de mula, o de jaca). Por ser esclavos, su montura no les pertenecía ni eran caballos finos pero la índole de sus labores explica el vínculo muy fuerte desarrollado con el animal, tanto más cuanto que se vivía muy solo, en aquellos “solitarios [que sean estos] campos”130. La libertad y la soledad de Sab vienen resumidas en esta frase: “solicité venir a este ingenio y hace dos años que me he sepultado en él”131.
Por fin, un detalle relativo a las mujeres blancas de Camagüey denota cierta libertad, y no solo de movimiento, para ellas también. En efecto, aunque sujetas al patriarcado de la cultura hispánica que consideraba dicha actividad monopolio masculino, montaban a caballo. Lograban igualar el talento de los hombres y escapaban de la rigidez de una enseñanza aburrida: “Sin reglas de equitación las damas principeñas son generalmente admirables jinetes”132. Además una nota de la especialista Mary Cruz en su edición de la novela133 confirma la información. Los estudios posteriores tildan la “participación de la mujer en diversas manifestaciones de la vida social y artística” en Camagüey de “fenómeno”.134 Original, tal posibilidad les abría a las mujeres blancas una vía de acceso hacia el espacio público que dejaba entonces de ser un coto vedado para ellas; su vida ya no se resumía a pasarse el día ociosas, a esperar las órdenes del hombre o el momento de ir a misa: se manejaban fuera del hogar.
Sab, el montero del departamento central por antonomasia
El espacio asequible lo propiciaban las sabanas camagüeyanas, que modelaron un peculiar género de vida, una economía eminentemente ganadera por una vastísima región muy rica y productiva, pero casi desierta. Es en ese paisaje donde se desarrollaba el “tejanismo” camagüeyano. Aunque parezca difícil identificar completamente a Sab, mayoral de ingenio y otrora calesero con esta categoría de trabajador llanero, numerosas escenas lo muestran montando a caballo, recorriendo grandes distancias a través de las sabanas, incluso enfrentando los elementos en pleno campo como cuando tuvo que salvar a Enrique durante la tempestad. Conoce perfectamente su entorno, sabe ubicarse incluso de noche “se adelantó presuroso y con admirable tino, a pesar de la profunda oscuridad”135. Este saber, reconocido y celebrado por sus amos: “tú, que conoces a palmos este país”, dice Carlota, va de la mano con un saber hacer también valorizado por ellos: “sabrás en donde refugiarte con Enrique […] no faltará un bohío en que poneros al abrigo dela tormenta”136. De hecho, esta inteligencia del espacio se verifica cuando Sab “responde tranquilamente: No lejos de aquí, está la estancia de un conocido mío”137.
Los trabajadores que cuidaban del ganado, que recorrían los hatos, las estancias y demás propiedades agrícolas a lo largo del año eran gente de su tierra. Sab, también, y su parentesco con esta categoría de vaqueros viene acentuado por la insistencia en su relación muy íntima con su caballo, el jaco. Este animal es “leal y pacífico”, “soporta con mansedumbre” el peso del jinete, sufre su suerte “con resignación”; parece ser el doble de Sab, pues un jaco no es caballo de pura sangre, es de raza inferior, como el mulato comparado al blanco, el esclavo al individuo libre. Así, Sab exclama en dos ocasiones “pobre” “jaco mío”/ “animal” al dirigirse al caballo, en un arrojo de autocompasión y proceso de identificación. Pese a tal acceso de congoja, se comprueba la fuerza de los sentimientos que los unen, pues el caballo “le lamía las manos”138, hasta el punto de morir casi juntos. En efecto, cuando expira el jaco a finales del capítulo 3 de la segunda parte, Sab ya está soltando sangre por la boca, un vaticinio que anuncia su fin próximo. El vínculo tan fuerte entre jinete y montura, más allá del patetismo de la novela romántica, es típico de los hombres que viven montando a caballo, en un constante seminomadismo, y dependen, para su supervivencia, del animal que los transporta.
En cuanto a la “psicología del llanero”, según José Luis Martí, el amor a la libertad era constitutivo de la idiosincrasia de los habitantes de las planicies de la región central de Cuba:
El sentido de independencia física y espiritual que tipifica al hombre de los llanos armoniza su personalidad con la vastedad del panorama que habitualmente se ofrece ante sus ojos. No hay montañas que le marquen límites al horizonte y este parece perpetuamente en fuga ante su cabalgadura139.
Numerosas descripciones de los paisajes atestiguan en la novela el sentimiento de comunión con una naturaleza “salvaje”, es decir no dominada ni desfigurada por la intervención humana, libre, y el carácter romántico del protagonista compagina con este tópico.
Anticolonialismo y abolicionismo desde Puerto Príncipe
Sin entrar en muchos detalles para no salir del marco de este artículo, es sin embargo preciso mencionar algunos acontecimientos del contexto regional que Avellaneda no pudo desconocer y que alimentan, conscientemente o no, el discurso abolicionista de sus personajes (Carlota, pero en particular Sab, en su larga confidencia a Teresa del capítulo II de la segunda parte, entre las páginas 227 y 237, luego en su carta a Teresa, en las páginas 273 hasta 282) y los acentos criollistas de las descripciones del narrador.
En Puerto Príncipe, la endogamia propició una proporción elevada de nacidos allí, es decir, de criollos, frente a la población española y africana importada, que siempre fueron vistas como elementos extraños y exteriores a aquella tierra. Todo ello contribuyó a atenuar los escasos lazos de lealtad a la metrópoli, y a incorporar símbolos y representaciones culturales ajenos a la hispanidad y en muchos aspectos al resto del país. No extraña entonces que los habitantes de Puerto Príncipe mostraran, según mencionó el capitán general Concha en 1851, “particular afición a ser distinguidos con el nombre indio de camagüeyanos […] como afectando cierto espíritu de singularidad en cuanto al resto de la Isla”140. Tal información respecto a cierto sentimiento anti-español contribuye a la comprensión del episodio y reflexiones relativos a los indios de las cuevas de Cubitas en la novela y prueba que Sab comparte la posición regionalista principeña, la cual asumía y reivindicaba una identidad propia, diferente, –hasta el punto de que los camagüeyanos no podían “congeniar nunca con los habaneros,” en quienes no encontraban “cualidades que les parecían fundamentales a ellos”, afirmó años después Gaspar Betancourt Cisneros alias El Lugareño141.
Entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, al mismo tiempo que se transformaban las estructuras económicas, se desplegaron en Puerto Príncipe poderosas corrientes de agitación social y política, expresadas de disímiles modos y con actores también diversos, que tuvo expresiones concretas en sublevaciones de esclavos, conspiraciones masónicas bolivarianas, expediciones separatistas frustradas y finalmente en la organización de la protesta armada de signo anexionista.
Hay evidencias tempranas de inconformidad política desde 1809, cuando aparece un pasquín sedicioso, cuya presunta autoría fue imputada al funcionario de la Real Hacienda de Marina Diego Antonio del Castillo Betancourt, dueño de hatos, estancias, sitios y algunos esclavos, quien fue preso por “infidencia, insubordinación y odio al gobierno español”142.
En 1819, el mismo Gobernador local Rafael de Quesada y Arango descubrió un complot en el que estaban implicados algunos independentistas para secuestrar a personas pudientes de Puerto Príncipe con el objeto de pedir rescate por éstas. Desarticulada la conspiración, se averiguó que el cabecilla era un hombre importante, Luis Balmaceda143.
El trienio liberal en Puerto Príncipe fue escenario de luchas por la hegemonía de los elementos criollos contrarios al absolutismo en la diputación provincial, el ayuntamiento y las milicias locales, lo que hizo temer, en tiempos del general Mahy, capitán general de la Isla en 1821, por la pérdida total del control de la ciudad. Estuvo en grave peligro la capital del Camagüey con la llegada del batallón de León, derrotado en Cartagena de Indias y mandado a la ciudad precisamente para restablecer el orden. Su presencia y excesos contra los habitantes motivó agitación extrema en un momento en que se estaban vertebrando en la isla los movimientos separatistas inspirados por las guerras de independencia americanas, hasta hacer resonar los gritos de “¡Mueran los godos! ¡Viva la independencia!”144.
Diversos funcionarios criollos, además de un oidor de la Audiencia, el peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, quien desempeñó un papel destacado, fueron acusados de conspiración separatista. Como parte de este plan, debía acudir a entrevistarse con Bolívar, en 1823, una delegación integrada por varios camagüeyanos. Respecto al asunto, el gobernador de Santiago de Cuba comunicó lo siguiente al capitán general Francisco Dionisio Vives en 1823:
[…] no me queda la menor duda de que una porción de hombres perversos e inquietos principiaron desde el año 1820 a perturbar el sosiego, jamás interrumpido de los vecinos del Príncipe, resistiendo el nombramiento de jueces de letras, que al siguiente año, apadrinados y excitados por el ex oidor prófugo don Manuel Vidaurre, se aumentaron y envalentonaron hasta el grado de atacar de frente a las autoridades y facultades de la Capitanía General de la Isla145.
En febrero de 1823, la conspiración de Nuevitas, el puerto de Camagüey, abortó, y sus integrantes tuvieron que dispersarse cuando no cayeron presos, pero asustaba a las autoridades la mixidad racial pues permitía la unión de los descontentos y en su correspondencia con el teniente gobernador del Príncipe, el capitán general confiaba: “La rebelión presenta un carácter serio y alarmante, porque los conspiradores con promesas falaces han logrado seducir a muchos negros y mulatos, […]”146. De hecho, sabían los españoles que el esquema poblacional de Camagüey, marcado por una menor presencia de negros y mulatos, invalidaba el chantaje político colonialista del “miedo al negro” con que mantenían a los criollos bajo su dominio, una realidad peculiar que no había escapado al análisis del gobernador capitán general Concha, quien concluía con agudeza:
El temor, por consiguiente, que la raza de color infunde a los que sin él se lanzarían acaso en la tortuosa senda de la revolución, no debe ser tan intenso en Puerto Príncipe como en la Habana. […] Falta, por lo tanto, en Puerto Príncipe, el poderoso freno que sienten los revolucionarios de los otros pueblos de la Isla147.
Conclusión
La novela redactada por Gertrudis Gómez de Avellaneda lejos de su tierra natal suele considerarse “cubana” por haber nacido su autora en la Isla, pero resulta bastante evidente que las diversas realidades, culturales y naturales, así como las relaciones humanas que representa vienen marcadas del sello peculiar de la región de Puerto Príncipe. Difícilmente podía ser de otra manera, pues como lo resume la fina observación de un extranjero contemporáneo:
Puerto Príncipe siempre ha seguido siendo la única capital de la Isla, a los ojos predispuestos de los habitantes del interior. Estas perspectivas estrechas han hecho que siempre se vea en Cuba la ciudad en lugar del país, los individuos en lugar de las masas. Se es de La Habana, de Puerto Príncipe o de Santiago, pero no se es de Cuba148.
Al fin y al cabo Sab, más allá de su amor imposible por culpa de una sociedad esclavista e injusta que abundantemente se critica a lo largo de la obra, encarna, aunque mulato y esclavo, al criollo camagüeyano, donde, en opinión del historiador Calixto Masó, autor de un libro titulado El carácter del pueblo cubano: apuntes para un ensayo de psicología social (1941), “concurrían una determinada predisposición hacia costumbres y prácticas asociadas al valor personal, la intrepidez y el arrojo.”149. Según él, la geografía y el medio natural también incurrían favorablemente en la conformación del imaginario de sedición:
La vida en estas regiones, junto a la feraz campiña criolla, desarrollando la riqueza agrícola y ganadera de Cuba, no creaba sino sentimientos de libertad e independencia […] Todo en la naturaleza es un canto a la libertad y una constante protesta contra la tiranía, […]150
Fruto o no de semejante determinismo geoclimático, el acusado sentimiento antiespañol de Puerto Príncipe, –hasta promover, en determinadas condiciones, posturas anticoloniales–, se plasmó, en una fecha tan temprana como 1821, en el “himno cubano” escrito por el camagüeyano independentista Frasquito Agüero Velasco, a quien se considera hoy el “primer combatiente muerto por la independencia de Cuba”151. Con tal himno, el primero en contemplar una futura nación independiente, queda superado el particularismo de la poderosa identidad regional principeña puesto que estalla un llamado a la unidad de los “hijos de Cuba”, es decir, de todos los habitantes de la Isla, del pueblo cubano:
Himno cubano
¡A las armas, cubanos; vuestros brazos Patria
os conquisten, libertad y honor!
¡Gloria al que estreche de hermandad los lazos!
¡Muerte y oprobio al bárbaro opresor!
¡Oh Cuba! ¿En tus oídos el huracán no zumba?
¿El viento no retumba clamando libertad?
¿Qué hacéis, hijos de Cuba?
¿No fuera torpe mengua que sólo vuestra lengua no exclame: libertad?
El sol que nuestro suelo de vida y luz inunda,
con fuerza igual infunda de patria el santo amor!
Quien muere por la patria
vivió cuanto debía;
la vida dura un día,
la gloria es inmortal152